Por la ventana Juan vio cómo pasaban los días. Como un calendario imaginario. Igual podría decir de los años, si recordaba las veces que se había asomado a ver el aire de la calle.
Había pasado este martes y ahora era un día como los miles de días que habían pasado por encima de la ciudad. En favor de la circulación o en contra. Extrañamente recordó la vez que se cayó de la bici y creyó que nadie lo había visto. Cuando se hable del día de hoy, se referirán a él como ocurre con el pasado martes, como a un invitado, un extraño día dicho muy a penas con un pasado muy rápido.
Así había pasado el miércoles pasado. Juan lo recordó cerca del próximo miércoles, mientras veía el azul del cielo.
Se quedó con el mediodía que vio aquel miércoles a 40° hace una semana en Ciudad Victoria, algo muy normal si no se piensa, nomás se anda, como asomándose en las banquetas. Pensó que llovería y llovió.
En alguna parte de ese rato Juan se asomó para ver el fondo de la calle por donde dicen que el sol entra. Neta. Pero tienes que cerrar los ojos. Sin embargo Juan no vió la puerta por donde pudieran entrar y salir todos los días de la semana. Y entraron. Acaso abrió los ojos antes de tiempo.
Pero ya era jueves. Era un horizonte donde no faltaba un perro despeinado buscando comida, un gigantesco amontonadero de convites, ambigus, borracheras colgando de un poste anónimo. Era un jueves y la espalda una capa que abre los ojos de la noche. Junto a ese jueves Juan escuchó la música, luego a una señora que no era su morra, y atrás venía de nuevo la noche. Por lo que tuvo que abrir de nuevo los ojos.
Al rato, Juan vió pasar el viernes pasado, y luego buscó el sábado en el último reloj del barrio que dice lo heredó del abuelo, aunque circulen otras versiones, el aparato se atrasa y adelanta a capricho del extraño concursante. Se apaga o se le acaba la cuerda sin decir adiós siquiera.
Buscó en la bolsa de la camisa el pequeño legajo de notas donde podría estar el dato de las veces que había llegado tarde al trabajo por ese motivo, por problemas con el reloj.
En la amplia bolsa de la delgada camisa encontró la vez que no llegó, cuando le dió seguidillo. Traía un teléfono extraño fechado hacía 5 años. Un nombre de mujer. Ahí en la bolsa Juan traía el sábado entero. Hasta que se la quitó, me imagino, se dió cuenta que se le había hecho tarde para echarse un sueño.
Como si el tiempo existiera, Juan amoldó la gruesa cortina por donde espiaba el paso alebrestado de la gente en tropel. Y vio bien. Parecía domingo y ya lo era. Últimamente con la pandemia todos los días parecían domingo. Con el tiempo los días se acomodan uno detrás de otro y bailan en fila india de constantes apocalipsis y finales inmerecidos.
Todo es vertiginoso si lo piensas, por ejemplo: ayer fue lunes en las banquetas corriendo a la tienda de la esquina. La cortina se mueve levemente por un vientecillo gracioso que rasca las narices de las 12. El reloj se ha detenido muchas veces, desde los ejipcios se conserva la idea de la farsa del tiempo. Mileto vuelve a las pirámides con su cara metálica. Pasa el sol únicamente. Alguien apagó el primer foco y fue el primer cliente de la noche. Alguien falla un penalti, en la repetición lo mete. La gente huye del árbitro, hasta que en la repetición sola se apaga la tele
Juan vió que ya había pasado toda una semana y pronto pasaría este martes y el próximo miércoles y de ahí los años. Así que cerró la ventana junto con el aire de unos segundos que pasaban en ese rato. Había oscurecido.
Adentro, el día destendía la cama, se lavaba la boca y escuchaba la interminable gotera de la regadera. Juan fue a la otra esquina del cuarto y escuchó un ruido, el último. Fue al apagador y apagó el martes, se asomó por la ventana y afuera todavía era martes.
HASTA PRONTO.