Carlos Monsiváis
No tengo la menor idea acerca de los motivos o azares de los encuentros, aparentemente fortuitos, que tuve a lo largo de varios años con Carlos Monsiváis.
Cada vez que viajaba de Tampico a la capital del país me topaba en la calle o en alguna cafetería con el escritor.
En alguna ocasión lo encontré platicando con los amigos en la desaparecida Casa de Té “Auseba” de la calle de Hamburgo, el corazón de la Zona Rosa, a la que acudía con frecuencia a pasar el rato mientras saboreaba un panecillo y tomaba café.
Otra coincidí con el autor de “Días de Guardar” en una tienda de antigüedades, también de la Zona Rosa, y una más a la entrada del Palacio de Bellas Artes.
También vi a este ideólogo de la izquierda en el Café La Habana de la esquina de Morelos y Bucareli, lo mismo que caminando a lo largo de la avenida Juárez, el Paseo de la Reforma, los rumbos la glorieta del Caballito, el monumento a Cristóbal Colón, y, por supuesto, cafeteando en el Sanborns de la Casa de los Azulejos.
El 2008 pensé que esta especie de karma, coincidencia o imponderable del destino, se interrumpiría.
Después de tres semanas de deambular de aquí para allá en la capital mexicana, de café en café, en conferencias magistrales, obras de teatro, exposiciones y conciertos en Bellas Artes, no vi al tal Monsi por ningún lado.
Pensé que estaría enfermo o que, acaso, se encontraba en el extranjero.
El último día de mi estancia en el Distrito Federal, sin embargo, se repitió el hecho inexplicable. Cuando cruzaba de la acera de la Torre Latinoamericana a la de Sanborns para echarme el café de la despedida del restaurante adquirido por Carlos Slim casi me tropecé con el filoso crítico de los hombres y las mujeres del poder a mitad de la calle Madero, que estaba cerrada a la circulación vehicular.
El popular vecino de la Colonia Portales llevaba bajo el brazo un libro y el periódico “La Jornada” en el otro.
A diferencia de ocasiones anteriores, en las que me limité a consignar el suceso, esta vez lo detuve para saludarlo y contarle brevemente el detalle, que le pareció interesante. Incluso, me facilitó el número de su teléfono móvil para analizar el tema en cualquier ocasión, que, desafortunadamente, no se concretó.
Seguramente me habría ayudado a desentrañar el misterio o habría dado pie a una charla de índole existencial.
Conocí a Monsiváis en Tampico a mediados de 1969. Invitado por una agrupación de masones y la sociedad de alumnos de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, el escritor sustentó una conferencia en el Salón del Cabildo del Palacio Municipal.
Reciente aun la represión de estudiantes de 1968, gran parte de la plática y de la sección de preguntas y respuestas que tuvo lugar al termino de ella giraron en torno al Movimiento Estudiantil y a la matanza de Tlatelolco, perpetrada por el Gobierno represor del Presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Al término de la charla, el escritor y un grupo de estudiantes universitarios, el dirigente de la lucha por la autonomía de la UAT, Héctor Domínguez Mendoza, Mariano Reyes González y yo entre ellos, fuimos a parar al “Tropicana”, una cantina de la calle César López de Lara, en la protagonizamos una velada que resultó inolvidable.
En ese tiempo solo había leído de Monsiváis una mini autobiografía que terminaba con la frase” Tengo 28 años y no conozco Europa”.
Luego leí el citado “Días de Guardar” y hace menos de una año rematé con Amor Perdido y Herencias Ocultas, sin que me faltaran las colaboraciones semanales de La Jornada y Proceso. Tampoco sus opiniones en Televisa y especialmente la columna “Por Mi Madre Bohemios”, que no me perdía.
A fines del 2009 un amigo del Distrito Federal me dijo que el escritor sufría serios problemas de salud que a la postre le costaron la vida. Hoy que ya no está en el mundo, sigo recordando al cronista en aquella película “Los Caifanes”, dirigida por Juan Ibañez con guion de Carlos Fuentes, de 1966, en la que Monsiváis aparece fugazmente, disfrazado de Santa Claus, cantando, ebrio, el “¡Oh María!”.
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