Desde hace tiempo la inseguridad pública y el crimen organizado ganaron
la batalla. Primero por precaución
y luego por pánico, cercenamos libertades
y movimientos en aras de una seguridad
que, incluso así, se está haciendo trizas. Casi
sin proponérnoslo dejamos de hacer cosas
que formaban parte del mundo en el que
crecimos. Antes de que el término se pusiera
de moda, la violencia impuso una “nueva
normalidad” que en realidad fue la capitulación de un modo de vida. Los niños no
pueden jugar en la calle, nos está prohibido
caminar por las noches, hemos dejado de
viajar por carreteras secundarias, las playas
solitarias quedaron en el recuerdo, pueblear
el fin de semana se transformó en aventura
prohibitiva, organizar un picnic más allá de
la Marquesa o equivalente, en una osadía,
y la posibilidad de acampar en el bosque o
en un predio poco menos que un suicidio.
Debimos de desarrollar protocolos y logísticas para sacar dinero del banco o del cajero,
para hacer ejercicio en la calle, para abrir
la puerta de la casa, contestar el teléfono o
viajar en Metro o Uber.
El espacio público dejó de ser nuestro espacio para convertirse en un territorio hostil
y el espacio privado siguió siendo refugio
a condición de amurallarlo a la medida de
nuestros temores. Bardas más altas, candados
más firmes, alquiler de vigilantes compartidos donde fue posible, calles con retenes
improvisados allá donde los influyentes
pudieron conseguirlo, guardias auto armadas
en comunidades alejadas (que luego se volvieron en contra de ellas).
Lo que hicimos, sin decirlo, fue un intento
de privatizar las soluciones. Fraccionamientos cerrados y carros blindados los que se lo
podían permitir, bolsillos vacíos y celulares
desechables los que no tenían manera de
defenderse. Pero todos, sin importar clase o
condición, con el miedo devenido en segunda
naturaleza; unos porque son susceptibles de
secuestro, otros porque no son secuestrables
pero sí carne de botín.
Desde luego, no llegamos aquí de manera
inmediata. Descendimos un escalón tras otro,
asumiendo en cada uno de ellos que ya habíamos tocado piso. Al principio preferíamos
creer que la violencia era algo que se circunscribía a los que andaban en malas compañías; luego, cuando nos dimos cuenta que los
caídos no solo eran delincuentes y policías,
pensamos que bastaba con limitar zonas y
horarios para no convertirnos en víctimas por
el simple infortunio de habernos encontrado
a la hora y en el lugar equivocado. Más tarde
descubrimos que tampoco eso bastaba y que
había que convertirnos en vigilantes de tiempo completo, en ciudadanos acotados, en
padres en permanente angustia, en jóvenes
adoctrinadas de miedo por su propia conveniencia, en niños en los que la precaución se
impone al juego y al gozo por la vida
Por desgracia no hemos tocado
fondo.¿Cuánto tiempo pasará para que un
sicario toque a nuestra puerta y nos informe
de que a partir de ese momento debemos
pagar una renta de protección? ¿A qué grado
de confinamiento familiar tendremos que
llegar para sentirnos a salvo de ese otro virus
llamado inseguridad?
Este sábado, por razones vecinales, visité
el C5 de Morelos, en Cuernavaca. Al llegar al
lugar un convoy de 8 o 9 vehículos con una
treintena de policías se disponía a salir a un
operativo en contra de un grupo criminal
detectado en un pueblo de las inmediaciones.
Había nerviosismo entre los hombres y mujeres que revisaban sus armas y chalecos de
los cuales dependerían sus vidas. A pregunta
expresa me enteré que cada uno de ellos
ganaba 8,645 pesos al mes (ante la desesperación del comandante en jefe que busca
llevarlo al promedio nacional que asciende a
13,268). En el C5 explicaron la manera en que
las cámaras del sistema vial podían recuperar
el video del trayecto de un vehículo en el que
horas antes se había cometido un atraco; o
la respuesta rápida con la red virtual que han
establecido con muchas empresas a través
de chats de seguridad. El único problema,
la insuficiencia de recursos: solo están en
operación 400 de las mil cámaras factibles
de instalar, 200 porque no sirven por falta de
mantenimiento y el resto porque no se han
adquirido; la secretaría de Seguridad solo
cuenta con 4 mil de los 12 mil policías que requeriría la entidad para alcanzar el estándar
internacional (ya no digamos el estándar que
tendría que debería existir un país devastado
por el crimen organizado).
La experiencia me dejó varias certezas.
Primero, que son estos hombres y mujeres
que se aprestaban a batirse a tiros con un
ejército de sicarios los únicos que impedirán que sigamos empeorando en materia
de inseguridad. Por desgracia son los 8 mil
policías que faltan, las 600 cámaras ausentes
las que sí podrían evitar que un día vengan a
extorsionarme por el simple hecho de vivir
en mi casa.
Creo que llegado el tiempo de replantear
como sociedad pasar de una estrategia privada a una pública para sobrevivir a la violencia.
En lugar de pensar en doblar la vigilancia y
crecer la barda, contratar una compañía de
seguridad más apta, adquirir el segundo auto
para evitar el transporte público, tendríamos
que construir un sistema de seguridad de
todos.
Se me dirá que no tiene sentido invertir en
cuerpos policiacos corruptos, pero ese es un
dilema tan viejo como el huevo y la gallina.
Lo que está claro es que sin recursos están
en una batalla perdida y no habrá nada entre
nosotros y el crimen organizado. Milagrosamente hay muchos servidores públicos que
están dispuestos a partirse la cara por nuestra
seguridad. Y la muestra está en los tres
policías que murieron enfrentando al equipo
que asaltó al jefe de seguridad en la Ciudad
de México.
¿Hay corrupción en los cuerpos de seguridad? Desde luego. Pero con sueldos precarios
y equipos insuficientes esa corrupción se
vuelve crónica. Profesionalizar las policías
que nos defienden es una tema que requiere
no solo recursos sino también voluntad
política de autoridades, de empresarios, de
ciudadanos, de medios de comunicación y
opinión pública. La estrategia seguida hasta
ahora ha sido insuficiente. Algo distinto
tendríamos que hacer y está claro que apertrecharnos cada cual en su trinchera no está
dando resultado. ¿Cómo hacer para volcarnos
en apoyo de aquellos que están dispuestos a
enfrentar a un enemigo que un día vendrá a
tumbarnos la puerta?