El ejército lo ama y él ama al
ejército. Las fuerzas armadas se
han convertido en el mayor aliado
del gobierno de López Obrador, para
beneficio de los objetivos de la 4T y para
preocupación de muchos, estén de acuerdo
o no con su gobierno. No solo se trata de
que el presidente se ha apoyado cada vez
más en los militares para todo lo que tenga
que ver con los proyectos que le resultan
entrañables, también por la profunda
empatía que parecen compartir y va más
allá de una mera alianza política.
Ciertamente, la lealtad de las fuerzas
armadas para con el titular del ejecutivo
ha sido proverbial a lo largo de los
sexenios. Un rasgo de institucionalidad
admirable en nuestros militares, sobre todo
si lo comparamos con las inclinaciones
golpistas de sus colegas latinoamericanos.
Probablemente algunos generales
encontraron ridículos los desplantes de
Felipe Calderón, vestido de comandante
de las fuerzas armadas con una casaca que
le quedaba grande en todos los sentidos,
pero tuvieron la decencia de no reírse.
Seguramente encontraron insensibles los
tecnicismos economicistas de Ernesto Zedillo,
probablemente calificaron de ofensiva la
ignorancia de Vicente Fox en asuntos de
Estado y absurdas las frivolidades de Peña
Nieto y su Gaviota, pero lo cierto es que se
sometieron sin chistar a las veleidades que
pasaron por Los Pinos. En el caso de López
Obrador, en cambio, las coincidencias están a
la vista: origen social y geográfico, ideología y
hasta giros del lenguaje son compartidos con
el grueso de las filas castrenses.
El soldado es pueblo, ha dicho una y
otra vez el presidente y no se equivoca.
Pero el soldado es pueblo prácticamente
en cualquiera otra nación del mundo. Lo
interesante es que en México el general o el
coronel también son pueblo. Nuestro país
no es el único caso, pero no es usual. En el
Cono Sur, en Estados Unidos o en Europa
existe la tradición de que las familias de las
élites envíen a algunos de sus miembros
a las altas escuelas militares para que
terminen ocupando las posiciones cúpula
de las fuerzas armadas. En México no es así.
Quizá los altos mandos no necesariamente
proceden de las filas rasas, pero tienen su
origen en sectores medios populares, por
lo general de provincia y regiones rurales:
el hijo del maestro de escuela, del pequeño
agricultor, del comerciante al menudeo. Es
decir, el ambiente del que procede y en el que
se desenvolvió el tabasqueño. Y no se trata
solo de que hablen el mismo idioma, algo
impensable en Calderón o Peña Nieto. Va más
allá de eso. Las fuerzas armadas comparten
plenamente la visión del presidente porque
en muchos sentidos también es la suya. Un
acendrado nacionalismo, una perspectiva
estatista de los asuntos públicos, una
obsesión por la historia patria, una atención
mayúscula a lo qué pasa más allá de las
ciudades, un contacto permanente con el
pueblo y sus tradiciones.
En suma, para bien o para mal, el presidente es, como no sucedía en muchos años, el
presidente de las fuerzas armadas: es “su presidente”. Pero también esto funciona al revés; por
primera ocasión en muchas décadas el ejército
es el actor político más importante para Palacio
Nacional. Durante varios sexenios los militares
fueron ignorados por el ejecutivo, salvo para
emergencias y operativos de seguridad. Mientras los empresarios y los banqueros, los líderes
obreros o los medios de comunicación eran
mimados por la clase política, los generales
eran mantenidos en segunda fila lejos de las
candilejas o de las posiciones de poder, salvo
las exclusivamente castrenses. En los últimos
40 años son excepcionales los gobernadores,
senadores, miembros del gabinete o embajadores de origen militar.
Con López Obrador eso ha cambiado. Ni
siquiera en su propio partido el presidente se
ha apoyado como lo hace con los militares.
Han terminado por convertirse en su brazo
derecho, el sector que goza de su confianza
para ocuparse de todo aquello que no
puede fallar, trátese de la construcción de
sucursales bancarias, aeropuerto o tren, o de
la distribución de medicinas, libros de texto y
dinero de los programas sociales, administrar
las aduanas o limpiar el sargazo además,
claro, de la seguridad pública incluyendo el
control de la Guardia Nacional.
La pregunta de fondo es saber si eso es
bueno o malo para México. En mi opinión, la
respuesta admite dos ángulos, dependiendo
del largo y del corto plazo. En lo inmediato
estarán a favor todos aquellos que quisieran
ver fructificados los objetivos de la 4T; sin
los soldados muchas de sus metas quedarían
cortas o truncas. Por el contrario, para
los adversarios y críticos la utilización
administrativa y, por qué no decirlo, política
de los militares es reprochable y abusiva.
La estrecha alianza del presidente con esta
fuerza política lo convierte, a sus ojos, en un
adversario mucho más peligroso.
Al largo plazo la perspectiva es otra,
incluso para los que deseamos el éxito de
una agenda que prioriza el beneficio de los
pobres. ¿Qué pasará con el protagonismo de
los militares cuando López Obrador no esté
en el poder? ¿Qué sucedería si llega a Palacio
un Bolsonaro de mano dura y autoritaria y
utiliza para sus propósitos ese protagonismo
castrense? O peor aún, ¿aceptarán los
militares regresar a los cuarteles después
de hacerse cargo de tantas tareas en la
administración pública? ¿Resistirán la
tentación de intervenir cuando a su juicio los
civiles “echen a perder” las obras o proyectos
que ellos ayudaron a poner en marcha?
El ejército y la Marina son las instituciones
más respetadas por los mexicanos, sin duda
también son el sector de la administración
pública menos flagelado por la corrupción
(lo cual no quiere decir que no la padezcan);
su disciplina, profesionalismo y laboriosidad
constituyen un verdadero activo y sería
absurdo que el gobierno no se apoyara en
ellos en momentos de crisis como el que
padecemos. Nos queda claro que, frente al
video presumido por el pequeño ejército del
Mencho, solo nuestras fuerzas armadas están
en medio para protegernos. Pero también es
cierto que activar esta fuerza implica riesgos
y están a la vista. AMLO confía en ellos y en
sí mismo, solo espero que esté consciente
que un día ya no estará él al centro del timón.
Ellos sí. En resumen, los necesitamos para
tareas para las cuales no fueron concebidos
y agradecemos su entrega, solo estemos
consciente de los riesgos.