Se hace tarde y usted alcanza a poner un pie en el estribo del microbus urbano. Enseguida con su ropa nuevecita, mas el peinado reluciente, acaso relamido, respira profundamente en la espalda del sujeto que subió primero antes que usted, y paga.
Todos pagan nueve pesos que es la tarifa en ciudad victoria. Se imagina ahora arriba como todos los días antes del Coronavirus, y con la mirada pasa lista de presente a todos y no falta ninguno. Olerá el suave perfume combinado con un coctel extraño, un souvenir de zapato viejo, un pedazo de humo, una bolsa de cuero, sudor, llanto acumulado, imperceptible en el mismo mueble.
El chofer, ahora que usted se fija bien, se parece a todos los choferes de micros del país. Para qué lo describo. Es con el tiempo que aprende uno a distinguirlos, tanto como ellos a los usuarios. De hecho si usted alcanzó a poner el pie izquierdo o el derecho, no recuerdo cuál, en el estribo, fue porque el chofer esperó paciente la hora en que esto ocurre todos los días.
Como a una cuadra el chofer vio que usted estaba en la esquina y contaba el dinero antes de hacerle la parada. En moneda de 10 pesos le sobra un peso sudado, sin virus aún. Imagínese que el chofer no tarda a la menor provocación en decirles en el primer comunicado que vayan recorriendose para atrás. A las horas pico podría cambiar el tono en la voz de ambos bandos.
Pero ahorita que se lo anda imaginando está muy tranquilo. Todavía no es tiempo de cubrebocas, de modo que puede ver sus orgullosos rostros maquillados, sonrientes. Imagine lo que todos los días ocurre antes de que un asiento se desocupe y respire el aire de la calle 13.
Nadie le dice que se levante pero se levanta, porque subió una señora que baja en la de Olivia Ramírez con un paraguas. Usted sabe que cada viaje es una aventura. Usted mismo hace la aventura que luego es contada por el chofer como el único sobreviviente. Llegado el momento uno quiere bajarse para seguir escuchando la emocionante narrativa del que va adelante.
Llegado el momento todos podrían bajarse a perseguir la historia de quien resultase más emocionante, acaso una tragedia, una comedia, como la de todos, que se bajaron y querrían subirse de nuevo. De reojo usted ve los viejos usuarios, los más avezados se sujetan con una mano y con un pie saltan al lado de la ventanilla donde uno va engarruñado.
Usted es uno de esos cuando se precisa y baja de un salto y se va corriendo y se pierde en la calle antes que el micro arranque y lo imaginé de nuevo y a cada rato. Una vez arriba del micro usted es un usuario con sus derechos, toda vez que pagó su boleto imaginario. Subió bajo su propio riesgo, pues pudo tomar un taxi, como dijo alguien, no hay micros de primera, segunda, tercera, todos son democráticos.
Ahora sí se escucha la voz del chofer ya un poco molesta decir que una señora de lentes no escucha, pero ya no hay asientos cuando van por la de morelos. A dónde iran todos? Los niños de brazos presumen a otros niños los brazos de sus mamás, como almohadas, como colchones donde se han quedado dormidos cada que suben.
La historia sigue en el sube y baja. Muchos niños ahí crecen y después manejan micros. Usted imagina la velocidad que puede alcanzar ese objeto que lo transporta de una manera cuántica, pues cuando uno llega no se da cuenta ni cómo llega, pero llega o aterriza, lo cual es más rápido. Si abre los ojos la ciudad le hace gestos bonitos desde un semáforo.
Dicen “Bajaaan”, y es clásico que el chofer no escuche. imagina usted que esta vez el chofer se detiene en el sitio que usted tan amable le pidió. Usted baja pacientemente y agradece el viaje con una mano suave y con la otra busca en la bolsa el peso que acaban de darle.