El tiempo que me queda libre es una liebre, corre a lo largo, salta y se esconde atrás de las piedras y de los cardos verdes. Por lo demás soy mi cárcel pecaminosa y absurda, un mimo de los mínimos, callejero extraído de mi propio sueño.
Un poco antes de dormir se ve el amplio espacio para un pensamiento no premeditado. Instantes antes de dormir a la oscura tentación de estar pensando.
Luego el tiempo se escucha conforme al reloj de los silencios. A las 7 de la tarde pasa un tráiler arrastrando los precipicios del aire y las sombras de las casas, con su tic tac inmenso en los almanaques. Inmerecidamente tarde. El sol es una nota musical apagándose de modo irremediable, a esa hora cierran el parque de Tamatán y el tren se desvanece.
Pero el trailer se aleja muy rápido aunque tarda en apagarse por completo. Luego de un rato hay restos, escombros del rodaje y el concreto, noches como baches de otras noches. Uno tarda en apagarse, en recuperarse de la carrocería, de los mofles aquellos que han pasado.
Los trailers son a la una de la mañana por la carretera nacional en plena curva. La gente se entera después de lo que lleva y recoge de las ciudades a donde vaya. Una vez más pasa y reconozco la hora, es el mismo tráiler, los mismos choferes caminando para checar las llantas con un marro, cincelando la presión del aire.
El poco tiempo que me queda libre es un tráiler, entonces se apagan las luces y comienzo a sonar la guitarra, canto, corro, camino y me detengo de pronto a almorzar en una fonda, voy a donde mismo y regreso desde niño. Nunca he ido más lejos que cuando me he perdido y aquel tiempo lo he guardado en un sitio que no se ve de lejos.
El silencio es la cuota de lluvia que no se escucha, por tanto hace un poco de ruido a quienes duermen, como se fuera una gran motocicleta.
Millones de estas veces se han repetido en una palabra, me ha dolido de igual manera la rodilla, el brazo torcido, la quijada, el hueco en la espalda al estar en la orilla de la cama.
En el tiempo que me queda libre no cuentan los partidos, sino puras derrotas hubieran sido. Cuenta no darse cuenta, he ir al estadio a divertirse. Cuentan los cacahuates que has comido, el ridículo de todos gritando a una pelota detenida en la raya.
Anochece y tarda en oscurecer tanto como sostengo la mirada. Los ojos tienen magia y telón de fondo, son dos faros, en los párpados hay cortinas de agua donde beben los pájaros. Hay cantinas, bares que ya cerraron hace un rato las puertas. El sol secó los labios de un libro que hablaba de las tabernas llenas hasta el cansancio de escupitajos y humo.
La noche de repente es un gran murciélago abajo donde nos dormimos, en la recámara oscura de un sueño profundo.
Hay un hombre hablándole a otro. Escucho con claridad lo que dicen. Alguien habla por teléfono, se vino para eso a media cuadra de donde vive, donde hay dos señoras platicando después de la cuarentena.
Escucho pasar un tráiler, es extraño pero parece el mismo, un kenworth de 1980 de color amarillo, casi del año, con una gran caja roja que rebota. Encima lleva una lona celeste que no combina, qué más quiere usted señora. El tráiler acelera y pasa en la curva que se le ocurre dar vuelta por la colonia Estrella.
Escribo el claxon y apago el avanico para ser más claros en esta comunión de silencios. Mar de inexplorados sonidos que hace el tráiler cuando pasa a las afueras de la pandemia, de la ciudad de todos.
Luego el silencio se apodera de la tarde. La ciudad se vuelve el tiempo que me queda libre con el tráiler de las 7 de la noche, repetido e irrepetiblemente tráiler.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara