En el principio era la casa abandonada por donde todos pasábamos. Decían que tenía 20 años así como estaba. La realidad ya averiguada era que tenía 60, pero los disimulaba. Conservaba el carácter macizo, fuerte y hasta cruel de las casas de sillar que se hicieron en el centro de la ciudad durante el siglo antepasado. No más antes.
La casa que debió ser de una abundante familia lo es ahora del pasto con larga historia. Es hoy casa de insectos que la desbordan y se devoran los unos a los otros como dignos habitantes de este planeta.
Una parte de la pared permite ver el esfuerzo que hizo la última familia, pues agregó ladrillos y piedras a un pequeño techo de lámina. Piedras grandes y pesadas, pegadas con cemento aparecen donde hoy puede cualquiera sentarse muy tranquilo.
Luego, 60 pintadas dieron como resultado la fachada con figuras estéticas del moho. Una y otra vez en todos estos años la puerta sostiene una cadena gruesa y oxidada, con un candado de acero de los de antes, fuerte como los barrotes de esa cárcel del tiempo.
La puerta se mantiene estoica y cerrada como la dejaron, pero filtra aire, humo, veneno del viento. Adentro se coló el líquido que pudo, hay hierba alta en las habitaciones principales y basura extraña. Cuándo sería la última vez que la asearon?
Del techo se desplomaron dos vigas chamuscadas en un incendio, sepa cuándo, y comenzó otro ciclo de la casa abandonada. En el patio, pese a los vecinos y del inevitable caminito que lleva a un improvisado mingitorio, se observa la inolvidable sonrisa de la belleza.
La enredadera, la que sea, cae con sus caireles sobre las ventanas verdes. Entonces la luz juega a las sombras y le da chance a secarse junto a una ciruela. Adentro y afuera se descubre el patio donde hay objetos pesados y piadosos, hierbas con las que nada ha podido, ni el tiempo ni el ruido de los carros. El olvido hizo que los primeros
objetos desaparecieran casi de inmediato, los sartenes cambiaron de guiso, alguien muy fuerte sacó un refrigerador ovalado en la espalda, por último se llevaron
los muebles que no cabían, seguramente nadie supo cómo lo hicieron, ya se sabría. Señora, aquí todo y nada se sabe.
Antes de eso, muchas veces antes, debió escucharse cuando llega el señor a la entrada preguntando, sabiéndolo todo. O a la señora contenta, los chavos más grandes en las risas del patio y los niños en los brazos. Debió haber una foto de esas en las paredes, manos puestas que ahí estuvieron, huellas de las veces que lloraron sin que nadie supiera de sus desencantos.
En la pared estaba la acuarela que uno de todos pintó en cuarto año en la primaria Rébsamen, el Benito Juárez de yeso y un almanaque del año pasado con un indio enojado. En la esquina un esquinero de triplay barnizado de aquellos escolapios, y una pequeña servilleta encima, bordada en punto de cruz, que cae si no la pisa una botella.
Debió salir primero la botella por los aires y al último el quinqué que dejó a oscuras aquel día siendo día. Hoy la luz entra a sus anchas y saluda.
La puerta sostiene esta imagen
ya descrita, vista de afuera en Ciudad Victoria. Enfrente y a los lados los edificios fueron casas como esta, con cortinas y toda la cosa. Hoy los vecinos son bardas altas, pequeños castillos inexpugnables para quienes pasan por la calle o les quiera dirigir unas palabras.
Debieran tener dos balcones con dos canales en el techo para tirar el agua a media calle, dos sillones de palma donde sentarse alguien. Deberíamos tener el suficiente valor civil para ocupar esa casa luego de tantos años, llenarla de muebles de nuevo, cuidarla, chapolearla, fumigarla contra los mosquitos del dengue. Deberíamos dormir largamente en esa casa, pero no hay nadie. Toco la puerta por aclarar que existo, como me aclaro la garganta para contestar desde adentro, luego abro yo mismo… y salgo.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA