Por María Amparo Casar
Reza un proverbio Idish que hay cuatro cosas que no se pueden recuperar: la piedra una vez lanzada, la palabra una vez dicha, la ocasión una vez perdida, el tiempo una vez desperdiciado. Me vienen las cuatro a la mente en el comportamiento de este gobierno.
Desde la primera alternancia, ningún presidente había tenido una ocasión tan propicia para materializar su proyecto de gobierno. A diferencia de los presidentes que lo precedieron desde 1997, López Obrador tuvo una mayoría en el Congreso con la que hubiera soñado cualquiera de ellos.
El incremento de poder que da la mayoría es envidiable: nombramientos, aprobación de iniciativas, disponibilidad de recursos, vetos, control de la agenda… Ese poder lo ha usado a plenitud, pero, a juzgar por los resultados, lo ha malgastado.
En lugar de hacerse de un equipo que conjugara la lealtad a sus propósitos con las capacidades profesionales, optó por uno que no le hiciera la menor sombra posible y, sobre todo, por uno cuyo lema fuera: “Lo que usted diga, señor Presidente”. También ha desperdiciado el tiempo.
Ya se fue prácticamente un tercio del sexenio (su periodo termina el 30 de septiembre de 2024) y las cifras —aun tomando las oficiales que ofreció en el 2º Informe de Gobierno— no avalan que haya hecho buen uso del tiempo que tiene para siquiera comenzar a atender los tres problemas gracias a los cuales obtuvo la Presidencia: inseguridad, corrupción y desigualdad.
No hay fórmulas mágicas —de efecto inmediato— para enfrentar retos de esta naturaleza, pero las adoptadas no parecen estar llevando a ningún lado ni que puedan cosechar frutos. Dos tercios de sexenio podrían ser buenos para intentar recuperar el tiempo perdido, pero ya lo dijo con todas sus letras: acabando este año no queda más que gobernar con rectitud.
La rectitud como principio de gobierno es inobjetable, pero con ella no se resuelven los homicidios ni la desigualdad y, por paradójico que parezca, tampoco la corrupción. En lugar de aprovechar la ocasión y emplear el tiempo en la traducción de planteamientos en acciones que transformen la realidad, ha decidido utilizarlos no sólo para polarizar, sino para, literalmente, amedrentar a los que no comparten su doctrina, sus proyectos o, simplemente, su forma de hacer las cosas.
A los que se dan a la tarea de hacer lo que el gobierno no hace o hace a medias: informar con veracidad y alimentar el debate público con argumentos y evidencia comprobable. La libertad de expresión está protegida por la Constitución, pero hay muchas maneras de dar la vuelta a esta protección a la que el Estado está obligado.
La escogida por el Presidente pasa por el abuso de poder: minarla a través de la pedrada y la palabra. Las proferidas por el Presidente no son meras expresiones: “Incitan a la realización de conductas” (Holmes).
Las palabras y pedradas una vez lanzadas tienen efectos que, en sí mismos, en lugar de proteger la libertad de expresión, la inhiben. No hace falta recurrir a la censura ni a la inquisición judicial, prohibidas por la Constitución.
Basta que se oiga claro y fuerte lo que dice el Presidente de Nexos, Letras Libres, Reforma, Animal Político o de Aguilar Camín, Krauze, Loret de Mola, Pascal Beltrán del Río, Ciro Gómez Leyva y los firmantes del supuesto Bloque Opositor (BOA) o de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad y México Evalúa o contra el CIDE, el INE o el INAI (entre muchos otros) para que éstos no puedan hacer su trabajo en condiciones normales.
Llamarlos de manera perseverante chayoteros, dependientes, al servicio de la mafia, conservadores, neoliberales, faltos de ética, decadentes, mentirosos, calumniadores, deshonestos, vividores, defensores de privilegios… equivale a intentar censurarlos con todo el poder de su firma. Y no.
El Presidente no puede escudarse en el falaz argumento de que él, como cualquier ciudadano, también tiene derecho a expresar sus opiniones. A él no le van a faltar medios que transmitan sus opiniones porque tiene el propio y el poder de refrendar o retirar concesiones, ni anunciantes que sostengan sus plataformas de difusión porque las pagamos los mexicanos, ni pérdida de donantes porque tiene a los contribuyentes, ni teme que le quiten su carácter de donataria autorizada porque tiene el presupuesto.
Tampoco teme potenciales represalias porque él controla a los que pueden imponerlas. Por todo esto y muchas cosas más, el Presidente no es un ciudadano común. Y como dijera un querido colega: “Un poder que se apropia del discurso público amenaza la libertad y la democracia misma”.