En todas las regiones del mundo, en cada lugar a donde apunte el dedo, habrá una esquina, una orilla, un rincón olvidado. Al azar escoja uno. Verá el polvo acumulado por años aunque usted no dé crédito y lo recoja con la huella de sus dedos.
La proporción es la indicada para poder verla con claridad en el claroscuro de una lámpara que no le ha tocado, el sol pasa por el lado del jarro y olvida de nuevo ese rincón ignorado.
El rincón pertenece a la larga lista de olvido diceminados por el mundo. Son las orillas que el tiempo ha dejado a su paso increíble, en deredor giran los objetos de uso precipitado, los objetos diarios, la taza de café que luce su mejor billé.
Aún en la sombra rojiza de un grano en la arena de la tarde hay orilla, el sol no se asoma por un respeto minúsculo con la hora que es. La pequeña sombra anuncia de alguna manera el comienzo de la noche, el fin de un largo día y desaparece.
Cada calle tiene una orilla de asfalto humedecida y no ha llovido. En la esquina de la lluvia el viento hace un océano en la memoria, un diluvio en un gran charco.
Al buscar la orilla se encuentran especies varias, pero también se ve uno tal como nos conocemos, en una orilla activada, en una bola de heno que pasa por el patio, por una sola voz, la nuestra.
A las orillas de nosotros crecen los rastros que dejamos, el hedor, la lumbre,
el abismo crece y la incertidumbre. Somos propicios a olvidar, estamos hechos de largos olvidos. Como un tren interminable atrapado en un cuerpo a las orillas, en los andenes no hay pasajeros, en las márgenes del cuerpo crece otro pronto, con que se arroja una piedra redonda.
Por amplios boulevares de las orillas pasan los olvidos que no interesan, las cosas pasan con las luces apagadas, la hora en la que las noches son normales. la orilla es la última balsa, más allá la nada tiene orilla donde todo comienza. Hubo alguien en la orilla de la cobija, del otro lado un rostro sonríe al borde de las lágrimas. Hay algunas orillas que se abrazan y consuelan.
Entre el humo y el fuego se derrite un cigarro completo, se derrite en los pulmones. El cuerpo es la orilla de un precipicio dantesco, Ovidio es un viejo que nos lleva al infierno al encender un cerillo.
Entre el humo y el cigarro hay un silencio que calla. El humo liberado de
las casas calla cuando ve las demás casas. En los bordes las calles son tranvías que llevan a las ciudades. Pienso en la orilla de esta hora, es mediodía. La tarde asoma las primeras canciones, luego el ángelus del tenor al otro extremo del oído, como eco en el silencio, como un rayo.
Las horas llegan a la mera hora y alcanzan a ver las orillas de las otras. Escucha en los pasos del segundero a su personaje que lo llevó en el tramo. Al otro extremo la vida es el filo de la navaja, la voz desgañitada de lo que murió el cantante, el agua como un diluvio en el agua, los pies en la orilla, en la arena de una mujer bonita.
Con un poco de sol se salva la esquina, accidentalmente se abre una puerta que nadie abría, el aire movio la cortina o la cambiaron por otra, movieron un mueble y descubrieron el rincón, la orilla olvidada con una canica del niño más pequeño.
Estás en la orilla. Corres un serio peligro, nadie acude a rescatarte, estabas soñando despierto, buenos días señor dinosaurio. La calle es la última de la ciudad, donde están las últimas luces, a la orilla del río donde acaba todo, donde comenzó todo esto.
Pintas la raya para evidenciar la orilla donde nadie pasa y pasa todos, porque esa no es la orilla del cuerpo sino una pegadura, una cicatriz viendo al otro cachete del jarro roto. Desde esa orilla cruzas un río, brincas una barda, quiebras el vidrio del espejismo. Desde la otra orilla te habla el silencio que todavía no entiendes, ves con ojos que no miran, por eso crees en los rincones, en las orillas del asfalto, en las ciudades desde el olvido.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA