Era tan importante tomarse una foto. Había que bañarse con tal de lograr la imagen inmaculada para la posteridad, que diera una idea de lo buenos que fuimos, aunque haya sido en ese ratito.
En la fotografía salía el techo que tenían cuando eran chiquitos y el cielo raso, el gato que quién sabe cómo se llamaba y el perro. Salió una camisa a cuadros, el viejo, la tía y un niño que dicen eras tú viendo la cámara, “por favor sin cerrar los ojos, sonrían todos, una más y queda”.
Antes de una foto pedías tiempo aire para peinarte y echarte una manita de gato en el espejo a dos manos y si eras mujer acudir al salón de belleza a enlacarte un copete a la altura de la circunstancia y en el margen de la foto.
La sonrisa Colgate en el centro del cuadro, que diera una idea a la posteridad de lo exitoso y feliz que eras al momento de la foto. Aunque todo el mundo supiese los detalles más oscuros de tu biografía no confesa.
En épocas de gloria para los fotógrafos, hacías cita para tomarte la foto del pasaporte y ahí en el estudio te prestaban el traje negro y el peine. Estabas en sexto y por primera vez te sentías licenciado y atendías algunos clientes frente al espejo, luego te hablaban y volvías al presente.
En todas partes pedían fotos tres cuartos de perfil tamaño infantil, o de plano de perfil, de lado y con la frente en alto. Despejada la frente o tipo cartilla militar rasurado hasta el cachete, temblando la foto sin fleco y recogido el cabello, con los ojos bien abiertos, y que no se velara porque te la tenían que tomar de nuevo. Trémulo, ibas a recoger la foto y ahí estabas. Ese eras tú el de la foto, no querías mirarla hasta que pasaban las cuadras y te resignaste.
Aunque salías bien gacho no podrías negarla hasta tener la opinión de alguien con calidad moral que la halagara, la sacabas para andarla enseñando. O eres de aquellos que escondiste la credencial para siempre, hasta que te salió barba y bigote y se perdió la foto. La foto en blanco y negro requiere de toda la técnica para emplearse en sus recursos de luz y sombra.
De esa forma tomar una foto siendo sencilla no lo es tanto. Llegaba el fotógrafo y los ponía a reír a todos aunque anduvieran enojados, sino no había fotos con sus variables: el que saca la lengua, el que pone los cuernos, el que hace un mudra urbano con los dedos, y el que no sale y ya nunca lo vieron. El que se tira al suelo, el de los pelos parados. ¡Ah!, sale el perro y un chiquillo del vecino.
Quien sabe también qué le harías a la camisa que te pusiste ese día. Mejor no lo digas. A media boda no había llegado el fotógrafo que llegaba a caballo.
Por eso es que los fotógrafos ocupan un lugar privilegiado en la historia. Están detrás de las imágenes. Son los que tuvieron que estar ahí obligados o por su peculio, por su arte, por su vicio, por su propio gusto. Todo mundo toma fotos. Pero solo uno hace la toma fotográfica que reproduce los elementos de la vida, la soledad de los vacíos, los objetos que desaparecerán pronto como nosotros. La mejor foto es narrativa pero puede no serlo.
Puede ser una imagen blanca como una nube o azul profunda, un violeta de genciana en una herida, puede ser un estallido de sol trozando la maleza que crece en un parque solitario. Puede ser la veladura de los sueños, la contraluz accidental, los vidrios trizados y las luces altas en los ojos de los ojos retratados.
Por ahí andan todavía las fotos de los abuelos. Nadie sabe quién las tiene. Salía el nieto del General Carrera, dicen, sale con lentes y con cuera, había un tren que pasaba cada mes, nomás salieron las vías. Los chiquillos se asustaron con el flash de la cámara que aventó lumbre antes de irse.
Los niños tardamos toda la vida en recuperarnos de aquel incidente viendo la fotografía. Guardabas las fotos. Se perdían unas cuantas después del divorcio o se guardaban con otro propósito. Recortabas las fotos donde saliste en el diario y aun la tienes vintage, con el pelo largo y negro, con una cola de caballo. Muy sonriente. HASTA PRONTO.