La última ciudad es esta, en donde vives, no hay otra cuyo fin sea el que te enlaza, el que envuelve la existencia de un movimiento, el que instala la etiqueta de tu nombre y la calle donde vives. Te vas de ella, pero te quedas. Ahora te aguantas, de aquí eres, dijeron, como decimos cuando pertenecemos a algo, somos parte de un equipo, de una casa grande, de una urbe.
Haz roto los cristales del cosmos y cronos encuentra de este lado tus pasos. Todo está aquí. Llegaste junto con lo que sientes y ves. Juegas a la casa, a la escuela, a las escondidas del mundo y vas encontrando los zapatos puestos, los calcetines rotos antes de ponerse, el tiempo entre ambas cosas.
Aquí tienes la vez guardada para siempre, el silencio que escapó con suerte durante un pleito oculto e interno, la voz grabada en la oscuridad de un tanque de agua. La camisa roja muchas veces puesta al revés. Tienes la repetida escena llorando en el parque a solas con la hoja que mira, el pasto seco y la ciudad como esta: tierna, abrazada a los ojos que la ven de una vez por todas.
No tienes a dónde ir, vas al sitio de donde vienes, pues es lo mismo y al partir llegas de nuevo. Es un extraño retorno esto de partir sin saber a dónde. Es buscarse la cola sin morderla. De aquí somos todos, no hay ninguno afuera de este círculo vicioso de ciudadanos estupefactos al tender la ropa y lavar los platos rotos.
Aguantas, sigues las instrucciones. No falta mucho para llegar a donde quieres, has llegado, te vas porque tú quieres, eres el mismo, sólo un poco más cansado, te falta un diente, un tiempo para todo, te falta el perro que tuviste y la suerte mala y la buena tampoco. Puro trabajo suelto.
Pobre, tan bueno que era, ¿qué se habrá hecho ese muchacho? Tranquila señora. Nadie se va del todo, dice el dicho. Nadie falta y por lo mismo nadie sobra. Eso podría explicarlo ahora. Miras y no miras nada, no sabes qué hacer ya sabes que lo que hiciste fue predecible para un gato negro, uno blanco como el que no tuviste, o como el cuervo que no cumplió con su deber de sacarte los ojos.
Aquí es la última calle, tienes que vivir en esta y el número es el correcto, a media cuadra. Pudiste decir en la esquina, hubiera sido muy bonito, para ver los cuatro puntos cardinales. Pero otra vez, como tantas veces el hubiera no existe. Eres el último ser que existe.
Habría que aprender a ser precisos, precisamente ahora, con los dientes precisos, las manos prendidas a una antorcha, en la voz en una bala, en el cuerpo, en las palabras no escritas todavía por tus palabras.
De ese modo la ciudad intacta es la misma. Lo que cambia son los gritos de las muchachas, los sonidos eficaces de la noche puesta en una taza y una revista anacrónica con ilustraciones de arte pop al margen que cambian al final, en la última página.
Esta es también la última calle. Voy a encontrar los primeros pasos y la lluvia tardía. Llevo lonche, pan blanco, melodías de la radio, un diario interrumpido por el trabajo, y los labios partidos en dos, en muchas partes desiguales.
Hay una técnica para pasar por las calles de esta ciudad como por la última copa de la barra. Cerrar los ojos no sirve por ahora como tal vez ocupemos mañana. Pides un vino, y un poco de agua para vaciar la garganta. Humedeces la locura que es ancha y sangra.
La ciudad escapa como la brisa por los poros, descalza, desnuda, desaparece con la luz cuando amanece. Aquella ciudad es esta, te repites en la mañana, pero nadie sabe. Nadie te ha visto ni te han dedicado unas cuantas leperadas. Este es de igual manera el último espacio dedicado, quisiera ir empezando la vida, escribiendo el principio, sin este recorrido por los vidrios, en las esquirlas, en el último tramo del párrafo.
HASTA PRONTO