No todos los caminos empresariales conducían a Romo, pero es cierto que a lo largo de estos dos años el millonario regiomontano fue una vía para construir pactos con la iniciativa privada y atemperar fricciones entre la 4T y los capitanes del dinero. La renuncia del coordinador de la oficina de la presidencia esta semana ha sido interpretada como una expresión de desdén de López Obrador hacia el sector privado y el presagio de un peor clima entre el poder político y el mundo de la inversión. Pero esa es una lectura simplista. Las razones del alejamiento de Romo están en otro lado.
Esencialmente se trata del reconocimiento de un defecto de diseño, del cual el propio Romo terminó siendo víctima. De entrada, asignarle la titularidad de la oficina de la presidencia fue una mala idea. Primero, porque en la práctica esta oficina no funciona en un gobierno como el de López Obrador. En teoría está instancia fue concebida para operar como una especie de coordinador transversal en el gabinete de los temas de interés presidencial. Fue creada durante el sexenio de Carlos Salinas con el propósito de asegurar que las secretarías atendieran las prioridades puntuales emanadas de Los Pinos. No es de extrañar que desde este puesto ejercieran el poder personajes tan protagónicos como Córdoba Montoya, Luis Tellez, Camilo Mouriño o Aurelio Nuño. Bajo el mando de estos personajes, esta dependencia fue una especie de versión política de lo que las Guardias Presidenciales fueron en términos de seguridad: un poder por encima del resto de las secretarías. Mouriño o Nuño no solo tenían peso plenipotenciario por el hecho de que sus acciones fueran consideradas la emanación misma de la voluntad presidencial; además se aseguraban de colocar “hombres” leales al soberano en algunas posiciones estratégicas (oficiales mayores, subsecretarios o directores generales) a contrapelo de los cuadros de cada secretario de Estado.
Resulta obvio que Alfonso Romo no podría haber cumplido esas funciones. Primero, porque en realidad no pertenece al círculo político íntimo del presidente. En este sexenio esas tareas han quedado fragmentadas en varias personas, entre las que se encuentran el secretario particular, el asesor jurídico, los propios hijos del mandatario y otro puñado de colaboradores que lo acompañan desde hace tiempo. Pero en realidad lo sustantivo lo lleva el propio presidente, en buena parte aunque no exclusivamente a través de una Mañanera en la que todos los días establece criterios y valora desempeños que reducen los márgenes de operación de los responsables de cada secretaría. No solo eso, las sesiones matutinas se han convertido en una especie de tribunal popular ante el cual los ministros son llamados a rendir cuentas. En resumen, a diferencia de Peña Nieto o Felipe Calderón, AMLO no requiere un hombre fuerte que opere o hable en su nombre desde la oficina de la presidencia, él se basta.
Alfonso Romo ocupaba una dependencia incorrecta también en otro sentido. Era el embajador del gobierno en el país del sector privado, por así decirlo. Estaba allí para impulsar un aspecto de la agenda pero no el resto de la enorme batería de temas que supone un cambio de régimen. Recibió una ametralladora, que además no funcionaba, para hacer tareas de francotirador con objetivos de precisión. Para promover de manera efectiva la inversión privada y en general una colaboración activa del empresariado en los planes de la 4T, tendría que haber sido una especie de coordinador del gabinete económico, algo imposible de cumplir por el enorme peso que tiene el operador de la chequera, es decir, el secretario de Hacienda. En suma, recibió una encomienda formidable sin las herramientas más elementales para llevarla a cabo. Y por lo demás, seamos francos, le tocaba predicar en tierra de apaches o lo que es lo mismo, convencer a los ricos de que era el tiempo de los pobres y se podía trabajar juntos.
Eso no significa que su tarea haya sido inútil. Una y otra vez ayudó a limar asperezas, a incorporar criterios de racionalidad económica a las deliberaciones políticas o ideológicas, a posibilitar acuerdos, a llevar a cuadros profesionales a algunas posiciones ejecutivas. Ciertamente muchas de sus recomendaciones fueron desoídas o resultaron derrotadas, pero siempre fue escuchado, que no es poca cosa. Se extrañarán estos aportes, pero su ausencia no se traduce en un distanciamiento en automático del gobierno con el sector privado. Las relaciones seguirán estando determinadas por el propio presidente, quien mantiene vías de acceso personal con los líderes de las cámaras empresariales y, sobre todo, con los dueños del dinero, varios de los cuales forman parte de su Consejo Asesor Empresarial.
Si bien se ha dicho que Romo seguirá operando algunos temas de enlace, su salida formal del gabinete pasa una mala señala a los mercados. Quizá por ello la renuncia coincidió con el anuncio de que el gobierno habría pedido al Congreso postergar la controvertida reforma sobre el outsourcing; una actitud de conciliación y mesura aplaudida por el sector empresarial.
Habría que hacer un reconocimiento al papel desempeñado por este empresario en un proyecto social que no le era connatural. Asumió que México necesitaba un cambio urgente de rumbo para responder a las enormes injusticias económicas y sociales que amenazan la paz y la estabilidad. Pese a las diferencias que podría haber mantenido con López Obrador, entendió que el proyecto del tabasqueño era la única opción viable para buscar este giro y decidió apoyarlo desde hace varios lustros. Desde entonces ha intentado ser un puente conciliador entre el México de los privilegiados y el de los más necesitados. Una actitud madura y responsable, difícil de encontrar en este país cada vez más afligido por la polarización mutuamente intolerante. Lo vamos a extrañar. @jorgezepedap