Vine a jugar. A jugar a la Rayuela, esa de la rondana que caiga más cerca de la raya. Vine a leer el libro de Cortázar, no recuerdo donde lo lei, fue por partes. Vine a jugar a la canica, al trompo enterrado en una uña, al sueño de niño, y no sé porque crecí y veo de lejos ese mundo.
Abajo en los territorios del suelo había especies varias de insectos que sólo yo he visto. Ahora de adulto he vuelto a verlos y aún con todos mis prejuicios me he sentado en el suelo y he tomado un carrito, de los de volteo quisiera uno pero hay puro deportivo. Vine a jugar al fútbol y correr tras el balón hasta entrada la noche y el balón ya no se veía por ninguna parte, nadie lo tenía, alguien lo había sacado del terreno de juego a media calle hacia rato.
Por tanto siento que he venido a las cosas que ahí hubo y hay todavía en la infancia y es una bolsa de juguetes, una tienda de bicicletas, si creo más allá pensaría que estoy loco. Lo que se ve no se juzga y estoy en un espejo. Pensé en ser presidente, pero lo pensé una vez creo y no volví a hacerlo.
Correr en primer plano, llegar primero o atrás soplando la nuca, jurar vengarse y al día siguiente nadie se acuerda. Vine a los olvidos aquellos, a continuar la búsqueda de la canica perdida, a desentrañar el misterio de una gota de agua que traspasa una botella.
Con todo me vieron ir por las calles buscando esos objetos para una vez encontrados volver a perderlos, el asunto es la lucha. En el campo vacío se pelean los propios espectadores, por eso dicen que no hay perdedores ni vencedores. Y la lucha es un gesto plantado, una provocación a pincel seco sobre la cara, un moretón en el cuello, una sonrisa ajena que se estampa sola en la boca.
Vine una sola vez, un momento a un movimiento que corta, vine a eso, a decir algo a alguien y luego irme o quedarme para siempre. Vine tal vez sólo a encontrarme con otra persona y preguntarle el número de una calle antes de que la abrazaran.
He vuelto a creer que vine a ser niño y que es bueno saber que busco las crayolas, los ojos azules de la maestra de tercero, el pelo de un gato pequeño y huidízo como el viento. Soy la hoja a mitad del libro, sólo porque es mágica ahí la tengo, en lo que digo esto.
He vuelto a los zapatos mocasines, a los cafés oscuros, al primer plano, a los colores primarios, a la profundidad de los rincones oscuros de no comprender o no intentar comprender al mundo. Vine a menos que eso. Sólo he roto un cristal con la frente y caminado kilómetros a ninguna parte. Nunca supe. La realidad es que no me he movido de aquí aunque veo para todas partes.
A media cuadra se iza la bandera de una plaza pequeña. Jugamos en la explanada con una lata, con un calcetín hecho bola y ahí jugó Maradona y Hugo Sánchez con sus chilenas en el piso de concreto. Había portero no coladeras. Todavía es tiempo de volver un poco, aunque también un poco tarde, a poner en práctica el juego de la vida. Saber que de retache estás y que el pocito matón en el juego de las canicas te da una vida, que el que sigue tiene bastante puntería y estás muy cerca. Vine a guardar la sana distancia. Vine a ver cómo entra el balón a la portería y ver la alegría intensa, absurda y loca. Vine a reír como un cosaco, aunque no sé si los cosacos se reían muy seguido, vine a contar ese chiste, a decir y a escucharlo, a jugar. Y eso es todo cuanto tengo que decir señores miembros del jurado.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA




