CD. VICTORIA, TAMAULIPAS.- No habían avanzado más de 100 metros fuera de la central de autobuses cuando el chófer frenó la marcha del autobús 3550 de Omnibus de México.
24 de marzo del 2011. La incipiente primavera ya calienta el ambiente en San Fernando.
Están muy lejos de Uruapán, Michoacán, de donde hace más de 15 horas emprendieron el viaje hacia Reynosa.
Frente a ellos, la imagen de una ciudad desolada, arrasada desde hace meses por una lucha intestina entre dos poderosas facciones criminales.
Apenas ocho meses antes, había cimbrado a Tamaulipas la masacre de 72 migrantes en El Huizachal, un rancho rodeado de matorrales y sembradíos de sorgo, a unos minutos de la cabecera municipal, donde a las 7:30 AM de un jueves, suceden una serie de hechos que están por poner otra vez a San Fernando en el mapa del horror.
Junto a las patrullas hay otra camioneta, llena de civiles armados, que en pocos segundos se suben al autobús ante la mirada serena de los policías.
“A ti te estábamos esperando”, le dicen al chofer, que ya tiene una metralleta apuntándole al pecho para que entregue la lista de pasajeros.
En el autobús viajan entre diez y doce hombres. No los conocen pero son a ellos a quienes buscan.
Desde un Oxxo, los operadores se dan cuenta de que no son los únicos en esa situación; en el retén improvisado, sin prisas ni mayores precauciones, los delincuentes tienen en la fila otros dos autobuses, uno de la misma línea, y un ADO.
¿Qué hacemos?, se preguntaron los choferes con la mirada cuando las patrullas, la camioneta y unos taxis que habían llegado poco después, partieron con rumbo desconocido.
Ya llevaban su botín: los jóvenes que habían bajado de los camiones.
En ese momento los operadores no hicieron nada.
Siguieron su rumbo a Reynosa, donde reportaron lo sucedido a sus superiores y se enteraron del crimen que ante sus ojos estaba ocurriendo en esos 150 kilómetros que separan a San Fernando de la frontera.
Varios años después, de acuerdo a los documentos a los que tuvo acceso la Comisión Nacional de Derechos Humanos, se tiene la certeza de que entre el 23 de marzo y el 31 de marzo, un grupo delictivo ejecutó una razzia moderna, una leva en la que decenas, quizás cientos de pasajeros varones, fueron secuestrados para reforzar sus tropas.
Tan solo de la línea Omnibus se documentaron plagios masivos en las corridas provenientes de Uruapan, Zamora y Ciudad Altamirano.
Pero los hechos habían afectado a todas las líneas de autobuses que atravesaban por ese punto, con pasajeros provenientes sobre todo del centro y el sur del país.
En una reunión que días después realizaron mandos de la Policía Federal con representantes de las principales empresas de transporte foráneo, se relataron decenas de casos similares.
La única solución que encontraron autoridades y compañías fue evitar esa ruta.
El saldo de aquella temporada de horror quizás nunca termine por conocerse en toda su magnitud, porque una década después, todavía resulta imposible saber cuántos cadáveres más permanecen enterrados bajo el suelo de San Fernando.
Pero el hallazgo de seis fosas clandestinas el 1 de abril permitió que, con el correr del tiempo, se dimensionara el crimen: en los diez días siguientes, se encontraron en las inmediaciones del municipio 196 cuerpos en 48 entierros clandestinos.
***
1 de abril del 2011. Una patrulla del Ejército realiza recorridos de vigilancia en el Ejido La Joya; un paraje ubicado al norte de la cabecera municipal.
En la brecha El Arenal, los militares encuentran seis fosas clandestinas con 11 cuerpos: ocho hombres, dos mujeres y uno en completo estado de descomposición.
Unas horas más tarde, ya en la madrugada del día 2 de abril, los mismos soldados detuvieron no muy lejos de ahí a un grupo de hombres armados, a quienes de inmediato vincularon con el hallazgo.
Su captura y la de otros integrantes de la misma banda, habría sido fundamental para señalar en el mapa otras 47 fosas clandestinas durante los días siguientes, la mayoría en La Joya, y en la colonia Américo Villarreal.
Pero también se encontraron cuerpos en los ejidos Francisco Villa, Las Norias, y en la colonia Nuevo Amanecer.
Para entonces, la intensa movilización de autoridades en la región hacía suponer que en San Fernando -una vez más- ocurría algo grave.
Y la tarde del 6 de abril, los principales portales nacionales de noticias, adelantaron lo que hasta entonces era un secreto bien guardado en Tamaulipas, que sufría desde hacía un par de años la peor crisis de violencia de su historia moderna.
Se hablaba en ese momento de 60 cuerpos encontrados en San Fernando.
La suma se fue incrementando con el correr de las horas; también empezaron a revelarse los testimonios de migrantes mexicanos y extranjeros, que habían sufrido en carne propia la pesadilla, y de alguna forma habían logrado salir con vida.
No en ese momento, sino mucho años después con la publicación de la recomendación 23VG/2019 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, se conoció la historia de “P1”, un migrante mexicano, originario de Tejupilco, Estado de México, quien relató el grado de barbarie que se vivió aquellos días, en las casas de seguridad y campos de exterminio de la región.
Junto a sus tres primos, emprendió camino hacia Reynosa el 25 de marzo, para contactar a un pollero que los cruzaría a Estados Unidos, donde se encontrarían con un familiar que les conseguiría trabajo.
Un par de horas antes de su destino, comenzó el horror.
En San Fernando, el chófer bajó del autobús. Subieron a la unidad cuatro hombres armados. Uno de ellos, relató “P1”, tan drogado que no le entendían lo que les quería decir. Ni falta hacía: a golpes los bajó del camión. Eran, recuerda, “nueve o diez”, y a todo los subieron en una “troca roja”. Uno sobre otro, con la camiseta puesta como capucha para que no vieran dónde estaban, ni a dónde iban. Al sitio a donde los llevaron no llegaron los nueve o diez, sino ocho o nueve, porque uno de los secuestrados murió en el camino, asfixiado en el fondo de la pick up.
A empujones los llevaron a un patio donde ya había al menos otras 40 personas.
Empezó el dicurso: no querían su dinero sino su fuerza de trabajo; con ellos ganarían mucho más que lo que podrían conseguir en Estados Unidos; formarían parte de un poderoso grupo criminal.
No era una invitación sino una orden.
Se levantó un guatemalteco que les ofreció dinero, les rogó que lo dejaran ir, les dijo que su fe cristiana le impedía hacer cualquiera de las actividades que le pedirían.
Lo mataron a batazos.
Junto a “P1”, un impulso inexplicable obligó a su primo a ponerse de pie y reclamar el asesinato.
Lo acribillaron a tiros.
-“Nos lo aventaron ya muerto”.
A los pocos días, “P1” y sus dos familiares sobrevivientes fueron asignados a un paraje, donde tenían la misión de reportar si observaban el paso de fuerzas armadas.
Les dijeron que si huían, los iban a encontrar con facilidad para matarlos, y les recordaron que tenían la ubicación de sus familiares para cobrar venganza.
Todavía no sabe qué pasó, pero 24 horas después su captores dejaron de reportarse y de contestar el teléfono. Esperaron un día más, y tomaron la decisión de huir. De algún modo consiguieron llegar a Tampico, de donde pudieron viajar de vuelta a su pueblo.
Pocos días después, en todo el mundo se hablaba de lo que había ocurrido en el ya célebre municipio de San Fernando, en el peligroso noreste del país, el México más profundo, y más violento que alguien pudiera imaginarse.
Las investigaciones y los estudios forenses dieron credibilidad al relato de “P1”. Las necropsias arrojaron que una gran cantidad de los personas encontradas en las fosas murieron sin tiros de por medio, con las cabezas destrozadas por objetos contundentes, una piedra, un martillo, un bate.
****
Como en el caso de la matanza de los 72 migrantes, el secuestro de los pasajeros de autobuses y el hallazgo de las fosas clandestinas de abril el 2011, reveló el estado de descomposición que sufrían las instituciones de seguridad y justicia de Tamaulipas.
En una recomendación emitida en el 2019, la Comisión Nacional de Derechos Humanos reclamó a las autoridades de aquel entonces -municipales, estatales y federales- el desaseo con el que abordaron el caso, además de su ineficacia para brindar seguridad a la población, y para procurar justicia a las víctimas.
Las primeras actuaciones del Ministerio Público asignado por la Procuraduría General de Justicia estuvieron llenas de inconsistencias y errores que afectaron la investigación.
Igual que ocho meses antes, los lugares donde se encontraron los cuerpos, carecieron en todo momento de protección, por lo que la escena y las evidencias pudieron contaminarse con facilidad.
Al sitio no acudió perito ni personal forense alguno; el tratamiento de los cadáveres y su traslado a las instalaciones del SEMEFO en Matamoros fue realizado por trabajadores de una funeraria privada y por elementos de la Policía Municipal, muchos de los cuales después fueron implicados en los hechos.
En la sede forense de la Procuraduría también se vivieron momentos de caos.
“El 28 de abril de 2011 personal de la Oficina Forense en Reynosa, Tamaulipas de la Comisión Nacional acudió a esas instalaciones con sede en Matamoros y constató que se encontraban al descubierto los registros de alcantarillas por donde circulan los desechos de las necropsias practicadas, así como el grado de contaminación entre la basura y los desechos de las necropsias”, dice un documento de la CNDH.
Las crónicas periodísticas de aquellos días relataban la situación. Un inmueble insuficiente y personal que no se daba abasto, con vecinos que reclamaban la contaminación y el riesgo para la salud.
Las imágenes de los camiones llenos de bolsas negras se quedarán para siempre en el registro histórico del estado.
“Destaca la falta de conocimiento por parte de los agentes del Ministerio Público encargados de la investigación al desconocer las periciales mínimas e idóneas que se requerían para el procesamiento de los indicios y la posterior identificación de las víctimas, lo que afectó directamente la investigación de los delitos y eventualmente obstaculizó una reparación del daño oportuna”, concluyó el estudio de la Comisión.
Tampoco, la entonces Procuraduría General de la República hizo un mejor trabajo. Fueron públicos los yerros cometidos a la hora de identificar los cuerpos, que incluyeron la entrega de restos equivocados a las familias.
Hoy, como en tantos otros casos de la violencia que se vivió en aquella época, a una década del hallazgo de las fosas clandestinas en San Fernando, todavía quedan muchos cabos por atar, y muchas víctimas en espera de justicia.
Lucha por la
información
En diciembre de 2014, la PGR cumplió con una orden del IFAI para revelar información de los documentos sobre la detención de 17 funcionarios de la policía de San Fernando a raíz del caso de la masacre de 2011.
El documento identifica a nueve miembros de un grupo criminal y 17 miembros de las fuerzas de policíacas de San Fernando detenidas en relación con los asesinatos.
Algunos documentos desclasificados ya han revelado que 10 de los 17 miembros de la policía fueron liberados de los cargos. Los otros siete están aún en procesamiento bajo siete cargos diferentes. Desde entonces, ninguna otra información se hizo pública.
En febrero del 2019, la SCJN resolvió que la Fiscalía General de la República tiene que reconocer a los familiares su calidad de víctimas y les tiene que permitir el acceso al expediente con las copias solicitadas.
POR: Miguel Domínguez Flores
Fotos: Archivo Expreso
Expreso-La Razón