Eso de levantarme temprano a veces me da flojera en serio a pesar de estar acostumbrado. Lo que de niño fue una tradición familiar dadas las condiciones del caso, hoy de adulto no la pude evitar; hoy me levanto temprano usando esa condición por necesidad más que por apego y lealtad tradicional.
No sé cómo le haga Dios para hacer tantas cosas y completar con 24 horas pudiendo hacer muchas más si él quisiera. Tampoco ha de querer que perezcamos en la chinga. En cambio yo tengo que levantarme a las cuatro de la madrugada si preciso leer un libro, un artículo de los que tengo pendientes o escoger en el mundo de la red algo más contemporáneo.
Dejaré en el tintero más cosas que hago por su levedad como buscar los lentes sin hallarlos y bañarme automáticamente, bolear los zapatos negros, contestar el teléfono, sacar la basura a donde pasa, buscar un texto que encuentro y después olvido para qué lo quiero como los calcetines con un agujero.
Luego de la lectura que me somete a su minúsculo mundo imaginario, vuelvo a la realidad y las tripas sin falla me anuncian que tengo que darles de comer. Hay un hueco enorme ahí en el estómago. Sólo así recuerdo que no he cenado tampoco.
Por eso me arreglo y salgo a hacer algunas compras si no es que sigo leyendo. Si está bueno para lavar compro jabón si es que no hay. Eso de lavar a mano es una canción viendo a cada rato el celular. Cuando la estoy tendiendo me imagino cuando ya está planchada, pero se vale soñar. Ignoro a qué hora lo haga si es que algún día lo hago.
He leído 4 horas y sobre la mesa hay vestigios de escritores, dibujos míos inconclusos. No me pongo a pintar o a escribir por lo pronto o lo olvidaré todo. Qué responsabilidad sería esa. El acrílico y el óleo son una sustancia activa en mi cuerpo y en el cuarto menguante de mi casa. En mi cerebro letras y matices hacen el amor tranquilamente.
Suponiendo que almuerzo, después habrá que lavar los trastes con las mismas rolas del reguetonero para más rápido. Sin dar tegua- pues la vida a ratos es una maldita guerra- lavo y enjuago con bastante agua la ropa como las señoras lo demandan: puños, cuellos, y bolsas tallados a muerte. Y sobrevivo.
Leo escribiendo. Así como pinto y tiñó un mantel, una hoja, un pincel que se mueve como gaviota. Hay mil cosas que no hago como ir por un vaso de agua entre las cosas que no recuerdo haber hecho.
Ahí están sobre la mesa entintada los primeros dibujos del día con lo que llevo visto. Hay un breve y tímido poema. Un cuadro que desea por lo que más quiero ser una pintura. Once libros de cabecera. Lapiceras, frascos, aguarrás, linaza, acrílico, agua opacada por las acuarelas, plumas, hay hojas de cuaderno para seguir viviendo. Una taza de café.
Reconozco el escenario. Bailo en mi calidad de indio remiso privilegiado. Comienzo a dibujar una mano, luego el cuerpo completo. Me asomo por la ventana perplejo. No hay un pájaro, son cuentos volando, parvadas rayando el cielo. Escribo desde las cuatro en mi corazón destrozado. Saco sólo lo necesario para seguir libre, y reanudo la tarde charlando conmigo mismo.
Son las doce de la noche y todo sereno, la hora en que duermo. Tal vez estoy dormido como otras veces. Alguien lavó mi ropa y la planchó sin esfuerzo, quizá fuí yo mismo, no recuerdo haber comido, pues oiga, soy bastante distraído por cierto. Los textos y las pinturas las hice, a lo mejor fue lo único que hice, de otro modo no las estuviera viendo.
HASTA PRONTO.