TAMAULIPAS.- No puedo detener estas palabras que ahora te nombran. Tras la vidriera el día creció más acá del árbol que da sombra. Soy uno de ellos que anduvieron siempre en estos barrios de la memoria, los conozco como la palma de mi mano. Soy árbol, contigo soy río crecido en las soleras, en el resquicio de una puerta abierta.
Como un vidrio roto en el breve montón de orificios, a intervalos, como se escucha el sol tras las paredes de la mirada, tu ausencia silenciosa me trasmina y aporta su palabra en el hueco de la almohada.
Elaboro la historia cercana. Este es mi juicio y escapé al pensamiento. Voy en bicicleta soñando que voy en bicicleta, nadie a corregido el engaño, la historia contiene huellas de la inexistencia. Aquí estás, digo en voz alta, y nadie escucha. Qué suerte.
Afuera hay una tregua entre dos árboles de mango y una ciruela pelona y roja. La sombra junto a la barda era húmeda en sus días de gloria. El camino está claro de la puerta o debo decir portón a la entrada de la casa propia y dichosa.
Entro de una vez y los ojos no me ven entrar de nuevo. Soy el extraño mientras prendo la luz, la enciendo como llama solitaria en medio de la noche. Naufrago estridente, leo un libro desconocido en la pared inclinada que deja caer el agua.
La noche se ha llevado su nube de suertes y artificios, de mujeres galantes y sueños furtivos y locos. La vida fue eso en un bar y la salida daba a un bulevar interminable de la vida, el cercano suelo y el religioso canto de ebrio.
Conozco la ciudad y tu rostro deletrea, cartomanciana, el suave recuerdo de tu ausencia. Si vienes, vendrás al instante de esta calle hecha con eslabones de mis pasos.
Tengo que surtir de nuevo las ocasiones sobre la barda de block, bajo dos palmeras y una jacaranda morada, pintada en el tiempo pasado. Sabes que ahora podría dibujarla sin verla.
Soy particular. Soy especial, y en mi verás al único ser sobre la tierra que mira tus ojos en este vuelo de aves que es la vida como la vemos. Podríamos seguir contando esas historias infinitas de un discurso guardado a diario, un diálogo diáfano, una tarde de estas y de las otras.
En el último de los casos declaro que siempre he sentido un gran amor por ti, como la ciudad que deja caer sus racimos de flores en la tarde de girasoles. En el cuaderno escribo el licencioso paso del personaje aquel que vende raspados en la calle. Dos pasos me separan del bebedero. Y un largo pasillo va a dar a todas partes y yo te quiero.
Mientras leo a Juan José Arreola, dejo pasar el latido de su palabra una vez dicha, consecutiva, certera, definitiva. Su suave y a la vez contundente palabra, su palabra encontrada y a un tiempo incomprendida. Escucho su voz, más bien dicho, la del conversador eterno que escribe.
Te decía que te quiero porque se hizo tarde y no soy perfecto. No traigo la llave, ni tengo código ni me aprendí la clave, pero te recuerdo.
Llueve de nuevo. La calle de mi barrio surte a borbotones de agua necesaria a la otra ciudad del subsuelo, como el río estival. Te decía que la ciudad es un gran manantial que ahora busca su salida, como la tarde desesperada busca la noche.
Es de tarde y te pienso como siempre. Sentado en la barda de los recuerdos veo el paso de la gente de nuevo. Llevan bolsas de mandado, pescado, naranjas, todo lo necesario para un día cálido en la vorágine del pensamiento.
HASTA PRONTO.
Crónicas de la calle / Rigoberto Hernández Guevara
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021