Al mediodía la crónica se escribe sola. Hay cuadros expresionistas y surrealistas y jamás vuelven a verse a la hora de la toma, el fotógrafo curioso espía y lo sabe. Hay giocondas tendiendo ropa en el patio lavando ropa ajena. En el parque un remolino de chiquillos corrren sin rumbo bajo el sol inclemente.
En las colonias resplandecen los tejabanes que no logran ocultarse bajo los árboles. La música sale de los cuerpos y se deposita años después en los radios de onda corta, en la calles. La gente vibra al compás de la música grupera y el silbido va y se encaja en los oídos mustios de una muchacha. Entre el ruido de los carros la misma música es un rumor de las grandes ciudades.
Se pueden ver inéditos cuadros de Renoir colgando de un hotel viendo al sol. Versiones tergiversadas de la taberna de Zola hablando en francés. En los techos ruge el viento y se detiene de pronto interpretando la novena sinfonía con Rascolnikov de Dostoievski escuchando el estruendo de un lector iracundo. El semáforo es verde y pasan las pandemias por entre los carros.
Por la prisa, nadie describe al sujeto triste pidiendo limosna en la gran puerta churrigueresca de madera de un templo. Escasos acólitos que le han visto llegar lo miran con desconfianza de oveja descarriada desde la media cuadra.
Hay tenis cansados colgando de los cables de luz, de poste a poste en el columpio del paisaje urbano. Son pájaros en parvada de zapatos que dan las gracias al cielo.
Es la calle señores, por donde hay huellas del tiempo. Sólo los niños saben cómo ha pasado el tiempo en los rostros adultos, qué arrugas, qué gestos modificaron el espejo. Pero eres un buen hombre y te tomas una foto pretendiendo que se haga viral en las redes sociales.
Vueltas de espaldas las paredes hablan antes de que llegues a casa. Puede ser que no vuelvan a verse y el fotógrafo le pone título la obra con sombra y cachete, con un ángulo disperso por el vapor que brota del pavimento caliente. Nadie lo entiende.
Otros niños y jóvenes, nunca se sabrá quienes, se agarran a pedradas y quiebran los vidrios del pasado reciente para cumplir la vieja consigna que aquí se escribe.
Las mujeres todavía barren las calles y la soleada banqueta, para espiar al desprevenido prójimo que pasa. Todo sabe mientras el agua escurre por el tendedero de garras. El transporte urbano es un camión remolcado en el aire, un camino en los ojos repleto de ojos que callan. En el celular de una mujer las palabras recorren otras calles de la isla antes de llegar a casa. Llevan maletas vacias en ese viaje a la eternidad que es la tarde.
Las calles todas concluyen en el monte interminable donde alguien escondido se descubre él mismo sin buscarse. Es la soledad el otro espectáculo de la calles finitas. Cansadas y cuesta arriba de la colonia Alta Vista y la Álvaro Obregón donde los héroes instalaron un solar baldío y un pequeño auditorio de cantantes vernaculos que salen como el sol y van a todas partes.
En los ranchos hay trocas, camionetas nuevesitas que trajeron los extranjeros que olvidaron el acento español y vinieron a recordarlo. Se perdió la ingenuidad más no el asombro. El solazo es el mismo bajo el sombrero que bajo el pelo negro y largo. El fotógrafo guardó su anacrónica cámara y deja que pase el silencio y el ruido, antes de revelarla en un ordenador de palabras.
En casa, la gente ha dejado el recibo de luz impagable a mediodía. Su falta de sed vuelve a la vida cuando cae la lluvia. Y llueve de nuevo en los cristales por donde se mira la vida pasar al mediodía.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA