El hombre sabe que el hombre dura lo que tarda la hoja en caer. Sabe lo que la hoja sabe cuando cae vuelta hoja caída, recogida por el hombre.
Todas las hojas del otoño terminan de recogerse en invierno, como toda la sombra y el frío seco. Todas las hojas saben cuando se asoma la primavera y que el sol cuando el señor las lleva en una bolsa les canta su música.
Otras veces, en las grandes urbanidades las hojas son esa procesión que va rumbo a su incendio, donde son exterminadas en el fuego. Como dijo el poeta, yo no lo sé de cierto, pero sí sé que de alguna manera el hombre del que hablamos vino a salvar las hojas del invierno.
El hombre que recoge las hojas del otoño no distingue clases sociales ni especies varias; recoge hojas de todos colores y todos tamaños: hay hojas rojas, verdes, azules, rojas, moradas, hojas violetas y blancas.
Aprendió que en el suelo habita una pintura, que el lienzo del suelo contiene toda la gama de colores que hay en el mundo. Aprendió que las hojas se caen por gusto, por un accidente o de vergüenza, caen, como dice la gente, cosas de la naturaleza, caen antes o después, pero poco a poco todas finalmente van cayendo al suelo.
Lo vi ahí sentado en un barco del Paseo Méndez, sí, esa pequeña banca color café junto a un árbol a la orilla de un camellón (que no es un camello grande) donde caminan la gente. Ojalá fuese un lago.
El hombre viene del verano reciente, viene de caminar por toda la ciudad buscando este otoño para descansar. Recoge hojas y las fue preparando desde la primavera. Vio dónde nacieron. Viene aquí al paseo Méndez a brindar por la nostalgia; yo digo eso, él sencillamente piensa en otra cosa.
En su cuerpo se nota el rastro del tiempo, su cuerpo inclinado para recoger las hojas desde la primavera que se nota en sus ojos como una fotografía. Viene del verano caluroso que se metió en sus cabellos, en sus axilas, le sudó el cuerpo y se lo secó, lo hizo árido, agridulce y volvió a conformarlo.
El otoño revolvió todas las hojas. Las ha recogido en silencio, las guarda por un tiempo en una bolsa, las pasea por un rato, come con ellas, piensa con ellas, amanecerá con ellas hasta que las cambié por otras más secas.
Por ese pequeño barrio antiguo entre el 15, 14, 13 y 12, entre las calles Juárez Zaragoza y Ocampo, recogió hojas de mango, hojas de aguacate, de pagua, de ceibas muy grandes. Saludó a una señora que barría, descansó un rato en el filo de la banqueta, vio que pasó un gato, el gato no lo vio ahí sentado. Ellos son así de despistados. Por la calzada Luis Caballero había hojas de fresnos que todavía quedan, jugando carreras, confundidos con el viento a ver quién llega primero a donde sea, a ver quién queda atorada en las alcantarillas o en el filo de la sierra donde la ciudad termina y también comienza.
Hay hojas que se volvieron aves, el hombre aquel que recogió las hojas del otoño no le había platicado a nadie.
En su filosofía de vida pasó donde tenía que comprender por qué debía recoger las hojas caídas, pudieron ser otras hojas, las hojas de un cuaderno, hojas de lámina que traen los torbellinos, hojas de una puerta de muchos materiales, que no estas hojas tristes de los árboles que se ven caer como pequeños parapentes de cibeles, hadas, selfies, mandrágoras, y musas con las que se escribe.
Las hojas podían tener cualquier destino, por lo general después de ir a todas partes. Por lo tanto el hombre aquel aprendió que un fuerte viento no dura toda la mañana, que lo torcido es enderezado, que las hojas puede que vayan puede que no vayan. Que las ha visto desaparecer ante sus ojos, sabe que la lluvia torrencial también las ahoga, las lleva a los sitios de donde provienen, a un cielo inexpugnable de tierra de la buena para las macetas a donde vamos los seres humanos.
El hombre que recoge las hojas hace de antihéroe frente al viento, salva las hojas de esto y de lo otro, de los panteones de los patios ajenos, de los recreos de las escuelas, de los maleantes que las recogen como para llevarlas al invierno.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA