Mi ciudad son dos ciudades como las de Dickens, pero juntas. Y mis calles son capítulo a capítulo y metro por metro historias distintas como las de Joyce, que dan a una sola calle, pero son nuestras calles correteadas. Adentro puede haber bulevares, avenidas inmensas, semáforos o una taza de café sobre la mesa.
Junto a mí creció la ciudad y el otro yo que me vio caminar y crecer. Y sin embargo yo vi la ciudad que vio el que escribe y el que no escribe, el que compra y vende, el que regatea, el que sueña, el que vuela, el que gatea, el que hace gestos, el que llora, el que ríe, el que vive.
El otro vio la ciudad también y la lleva en la mano y tiene que verla a cada rato para creer que no es un sueño, que hemos llegado hasta aquí a estas horas de la noche con
las luces encendidas y el paso de algunos coches.
Entonces la ciudad se llenó de parques y jardines a donde no fuimos, calles que no cruzamos pero pasó el agua. Y no se suspendieron los juegos llaneros de fútbol por ese motivo. Se suspendió porque no fue el árbitro. En medio de un partido de fútbol, en medio de las dos ciudades no hay mentiras ni verdades. Entonces hemos llegado a la otra ciudad, la misma donde siempre hemos estado.
Adentro de las casas aún no se inventa por ciertos motivos o justificadas razones la cuchara cuadrada. Miles de cosas tampoco se inventaron. Pero eso no mantiene pensativos a los muchachos, ni se ha publicado en los almanaques de los últimos tiempos y como otras miles de cosas nunca fueron tema.
Ni tuvieron importancia en una de las dos ciudades. Nadie hizo por ejemplo una lista de las inútiles comisiones institucionales.
Y sin embargo, todos los días sobre la ciudad inventamos la otra ciudad, la otra farsa que nos aliviana, que nos aligera, que carga nuestras cosas pesadas.
En la otra ciudad que vi, se supo entre los más chicos que la ciudad tuvo un hormiguero. Se supo que un águila estuvo parada sobre el hotel Los Monteros por 20 minutos sin que nadie la viera. Tal vez no ocurrió. Ocurrió en esa transparencia del viento que tampoco se mira.
No cabe duda que hay otra ciudad en lo que pensamos y también hay sus ruinas de lo que pensamos, así como amplias avenidas y edificios modernos, zapatos desportillados, casas, puentes desvencijados, casas de mampostería, miserias de las orillas de las ideas.
Cuando una ciudad no está, a la otra la encontramos en el pasillo de nuestra casa. Adentro de la casa también es la ciudad. Y también poco a poco se ha ido poblando y despoblando de gente, de años, de historias y de misterios. Escribo lo que un lápiz y una hoja sobre el buró olvidaron, escribo que yo mismo olvidé agregar en el diario cuando descubrí la otredad de la propia ciudad.
La de afuera es la ciudad que se oye, la que dicen, de la que se habla, pero afuera no es adentro, adentro no hace frío. Y sin embargo, es en este mismo lugar donde una ciudad se construyó y la otra puso el hueco, una puso el corazón y la otra puso la mano.
Desde entonces en la misma ciudad se viaja, en la misma ciudad hay un puerto con casas como barcos y calles como corrientes marinas que llevan al océano, a la otra ciudad, a la de los sueños.
Y entonces con el Ulises de Joyce hacemos la historia en una sola calle, en un solo día laboral, con un par de camaradas en las dos ciudades contradictorias pero amables, o como el mismo Joyce alguna vez dijo: todo es un todo. Luego una ciudad es otra y al mismo tiempo todas.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA