“Me llamo Ernesto Garcés, tengo 77 años. Soy viudo, padre de dos hijos, abuelo de cinco nietos.
Y estoy con madre doctor. Ándele, póngale ahí a sus papeles que la vida me la pela. Nomás espere que me enderece, me acomode la pena en el olvido y ni me va a conocer. Hasta la joroba de los años mandaré a la chingada. Andaré gilito gilito por los días. Nomás que se vaya tantito la desesperanza”.
Me dijo mientras se sentaba pegadito al lado del patio donde se arrejuntaba el sol.
“Aquí está calientito, hasta se me quitan los fríos que me entraron cuando los hijos llegaron a verme. Hacía un calor del infierno, pero ellos sudaban frío y sus palabras eran como cubetazos de agua en tiempo de heladas. Hablaron y hablaron, pero yo cerré mis orejas para no escuchar, me enseñaban escrituras y me pedían firmas, mientras las nueras, sus mujeres, abrían cajones, guardaban cosas caras como los aretes de mi vieja, sacaron su vestido de novia y lo doblaron en una bolsa negra todavía olía a alcanforina y a su perfume de virgen, trajinaron por toda la casa, nomás oía como rechinaba el piso de madera cuando caminaban buscando objetos valiosos. Desechaban y elegían mi ropa que aventaban a dos costales de ixtle. Ellas sonreían mientras decían que les gustaría mucho que sus hijos cuando estén viejas las manden a un asilo, que son casas donde se convive con la esperanza, que ahí es como una antesala a la despedida y que mejor que hacerlo conviviendo con gente de la misma edad.
Abrieron las ventanas, las puertas pa que se fuera el olor a veliz viejo, decían. Que las cosas viejas huelen a años, que no había necesidad de guardar nada, que eran inservibles.
Salieron corriendo con lo poquito que les dejaba su gordura e hicieron una fogata grandota con lo que por años fui juntando acumulando para una necesidad.
Yo ni decía nada, pa qué si esos eran unos desconocidos, no eran los güercos que yo había criado con tanto amor, que había enseñado andar en caballo sin silla, corretear por todas las veredas y enfrentarse a los remolinos pa escupirle al chamuco que siempre traen escondido en sus adentros. Les enseñé por medio de rezos, cantarle a San Isidro para que lloviera, a aprender a cosechar maíz, frijol y sorgo de espigas coloradas. Los eduqué para que fueran alguien instruido y hacerse hombres de ciudad.
Ellos empezaron a verme mal, no sé ni en qué momento les cambió la cara la ambición, les nubló el alma, les apagó el brillo de sus ojos, que se hicieron pendejos cuando las gordas agarraron la foto, esa bonita, grandota, que tenía en
el lugar más importante de la casa, la foto de su madre, con chapas coloradas, sonriendo, llena de vida. La desmontaban del marco, y la iban a tirar a la lumbre. Entonces ya no pude aplacar a todos los diablos que había apacigüado hasta ese momento, me les fui como demonio a quitársela. Pero me detuvo el hijo mayor, el que tiene mi misma jeta
. “No se atreva padre”. Y me agarró fuertemente del brazo. “No le vaya hacer daño a mi mujer”.
Pero yo ni pensaba hacerle daño, sólo rescatar la sonrisa de mi vieja, su fotografía amplificada y retocada cada aniversario de nuestra boda.
–Suélteme mijo, que tengo que firmarle esos papeles–le dije y clarito vi cómo entraba mi viejita y me ayudaba a levantarme del piso, se abrazó a mi espalda mientras yo firmaba mi nombre en aquel papel que decía que ya no tenía nada.
Ese día las flores de reseda aventaron su último suspiro, perfumaron toda la casa y agonizaron a los pies de mis hijos que se perdían por todo el camino real. Mi viejita terminó de doblarme la ropa en los costales y se fue a dormir al camposanto.
Me senté en la silla de palma a esperarte, mientras sacaba el dedo grosero por si alguno de esos cabrones volteaba pa tras.
Sonrió como preludio para
una carcajada. Una carcajada que hizo que todos se arremolinaran alrededor de él y que empezaran a reír, risas sin dientes, risas de bocas enjutas, risas que llevaron a una danza, alguien sacó un acordeón y estuvieron bailando sin freno, sin descanso, hasta que llegó la luna y la hora de la cena y la hora de soñar.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO MARTÍNEZ