TAMAULIPAS.- Claro que soy un viejo, aunque no tanto. Puedo hacerme pasar por los no tan jóvenes. Lo reconozco ahora como quien me ve de cerca o de lejos. Lo reconozco ahora cuando me miro a los espejos. Si. Soy un viejo y hace tiempo he querido decirlo.
Todo empezó bajo cierta sospecha, usted sabe, los cumpleaños y las ganas metidas en la negativa de no confesar cuántos años tengo. Confieso que no necesito confesar algo que se confiesa a simple vista.
Nada más cerca de un secreto de confesión que la realidad única. Escribo aquí tratando de decir lo que mi piel arrugada no dice por disimulo, por prejuicio o por cualquier otra costumbre. El mundo por su cuenta ya se había convertido en una serie de preguntas de cuántos años tengo y en un confesionario inútil. Hasta hace poco tiempo aseguré tener 30 años pero le subí a 35 que no fueron desmentidos.
Siempre tuve la inteligencia para evadir las respuestas y supe que las cosas cuando no se quieren decir no se dicen. Estoy más cerca del siglo que me lleva, que del que me trajo. Sí fuesen pocos años podría contarlos, enumerarlos de uno por uno, y tal vez explicar los motivos del lobo que se comieron los días de febrero.
Me hago viejo pero no tanto. La gente que me ve lo habrá notado desde antes, desde que me ve caminar despacio por el 17. Yo me di cuenta hace poco tiempo, por eso cuando doy vuelta por la calle Rosales corro y ya nadie me detiene hasta que llego a la casa bien bofo y me duermo.
El perro, mi compañero que llega conmigo también viejo no tanto, no duerme, tiene miedo despertar y estar despierto. Supe que me estaba volviendo viejo desde que los escuché hablar en presente, mientras yo les hablaba en pasado; desde que todos reían, en lo que yo permanecía serio inexplicablemente y no porque me supiera el chiste. Antes de ayer creí que era yo un chavo clásico. Hay muchos de esos.
Que podía brincar las bardas y correr recio, incluso desvelarme sin contar las noches y días sin haber dormido. Claro, tenía muchos amigos como hay hormigas en sus nidos y no contaba las cervezas que me tomaba ni sabía a las cuantas me ponía ebrio.
Tampoco me había caído, y hoy cuento con dos o tres caídas sin límite de tiempo. Me he levantado no como en el cine sino en el silencio de mi noche. Espantado y con los lentes turbios.
Me incliné a recoger ropa del suelo y cuando quise incorporarme noté que la distancia era más larga que ayer, que podía medirla lentamente y, que si lo hacía rápido, algo en mi podría ser que se quebrara como una silla de madera vieja, apolillada, de esa que ya se anda desquebrajando sola, que está más cerca del polvo que de construir una casa. Antes no me daba cuenta, podía ir y venir al estadio sin contar las cuadras.
Hoy llevo cronómetro y voy superando mi récord. Récord que ya se había hecho viejo. Llevo un diario y todos mis cuates sospecho se han retirado porque le cuento mis más destacadas hazañas, que no son otras más que el mérito de seguir vivo.
Antes no me daba cuenta que estaba vivo. Sin embargo no me bastaron la barba entrecana, el bigote pardo ni el pelo que centelleaban más que una tarde. Se vuelve uno viejo de la noche a la mañana. En la tarde ya es tarde. Te haces viejo y las cosas ocurren de otra manera. Pasan suaves como si no quisiera lastimarte, lentamente pasan como un domingo en la tarde.
Cosas como el sol más oscurecido, el viento frío y seco como la tos hilvanando una y otra vez los segundos en el pasillo. Me hice viejo y pase del corredor. Al otro lado de las macetas, donde se fue la pelota, un día fui por ella y no volví. era la hora de la comida y desde entonces no he comido. No se puede comer lo que no es comida.
Fue de lo que aprendí, pero que de nada sirve. De todas formas tienes hambre y cumples años. Eres viejo y como quiera tienes hambre y ya no sabes de qué se trata todo esto. Quiero unos tacos. HASTA LUEGO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA