Muchos dicen que el cigarro mata. No es mi caso.
Contrario a lo que la gente cree, para mí ha sido la única herramienta útil para sobrellevar este invierno de soledad que el destino puso en mi vivir. He aprendido a disfrutar, como una de las más sensuales caricias –al tercer mes de mi viudez–, girar como si acariciara un pezón, con mi dedo índice y pulgar, el sedoso papel que aprisiona el tabaco antes de darle fuego. Sus olores, a mar, playa y arena –de esto tuve la certeza, cuando el doctor, me dijo que los indios caribes, descubrieron esa planta y le dieron el uso sabroso, estimulante– lo asocio al don más grandioso y glorioso del ser humano: el ejercicio de la Libertad.
Antes de prenderlo, lo olfateo, lo miro, lo palpo, lo mimo.
Revivo, cuando veo ese mudo ondular de los grises fantasmas que en franjas transparentes, parecen querer arañar el cielo. Es como presenciar el vuelo de los pájaros: son la ejemplar imagen de seres libres, seres liberadores; son aves, que aletean removiéndome los recuerdos que brotan como interminables capas de cebolla.
Cuando uno lo tiene entre los dedos o entre los labios, no hay soledad que lastime. El humo, que llega a los pulmones llenando todos los vacíos, te lleva de la mano a construir, o a reconstruir, remembranzas. Es sentirte acompañado, estando solo; es anestesia –“no seas exagerado Neto”, dice el doctor–, cuando la soledad a martillazos te machuca los dedos del alma.
Siempre, lo enciendo con cerillos. No sé por qué, me da la impresión que el sabor cambia –incluso, he pensado que es hasta una irreverencia– cuando se utiliza encendedor de gas.
Eso lo aprendí de mi amigo Roberto Hurtado Robles. Era líder de la CTM en Río Bravo, Tamaulipas. Sus atributos de hombre equilibrado, diplomático, sereno, transparente , incorruptible, le habían configurado un sólido perfil de dirigente sindical. Fumaba Delicados, sin filtro. Invariablemente, contemplaba por unos minutos su cigarrillo; lo hacía girar unos segundos en sus dedos para finalmente con un cerillo cuya caja amarilla tenía la monita de los brazos mochos, darle lumbre. Antes de encenderlo, con la cera que caía del filamento, ceremoniosamente, fabricaba una especie de boquilla untándola en el extremo del pitillo. Al primer encuentro de la nicotina en su sangre, se desbordaban los placeres sobre la armadura de sus verdes lentes bifocales. Entonces, y sólo entonces, daba el primer trago a su tequila Cuervo añejo.
De él, aprendí el respeto por el tabaco.
–Fumar, no es un vicio; es un placer, que muy pocos transformamos en virtud–decía. Cambió tanto mi visión sobre
esa práctica, que presenté varios trabajos en el taller. Mis hermanos de la Logia, los recibieron con agrado. Dijeron que era una óptica filosófica interesante. Con esas participaciones, obtuve mi grado 33.
Es decir: Beto Hurtado y el cigarro marcaron en mucho mi percepción de las debilidades profanas. Eso, me hizo todavía más liberal.
–Todo un pinche alegato ontológico, para algo tan vulgar como echar humo–me dijo el Profe, mientras exhalaba el humo de su Raleigh
Sonreí ante lo práctico de su pensamiento cuadrado, exacto, matemático.
Me ha acompañado en los momentos más felices de mi vida. Y obviamente: también en los más amargos y penosos. Antes del parto de mis hijos, acabé con dos cajetillas en una noche; y otras tres, en las noches siguientes viendo a mis niños sanos y hermosos, mostrándome sus inolvidables sonrisas chimuelas. Cuando murió mi viejita, ni decirlo: fumé un cigarro tras otro, hasta que las lágrimas entraron por la comisura de mis labios a mi boca, arrastrando los amargos sabores de la nicotina y de la ausencia.
¿Voy a morir por el cigarro?
No es una amenaza que me asuste.
Por una razón, entre muchas: hoy, está alargando placenteramente mi vivir.
Y otra más, la contundente:
–He dado tantas vidas, mis hijos y mis nietos, que ellos me regalaron la certidumbre de negar la muerte como el fin de mi existencia.
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO-MEDARDO TREVIÑO