A veces ha de ser correcto que Santa Claus no sea generoso con uno. Alguna vez, cuando niño, fui bueno y Santa Claus me trajo un regalo.
Eso me hizo creer de inmediato en él, a mi que ya no creía en su existencia.
Todo ese año anduve pensando en lo que me traería en la navidad siguiente y por un tiempo conservé en mi poder las pruebas de que me había portado bien.
Pero ya no me trajo nada, ni al siguiente, ni al otro y no volví a saber de un regalo a nombre de Santa Claus y lo que es peor, a nombre de nadie abajo de un árbol o donde quiera que me lo hayan dejado. Ya estoy viejo y todavía lo estoy esperando.
Aclaro que creo en Santa Claus, no en el regalo que compran los padres a algunos niños; esos son otros. Eso es como ir al centro comercial o a una juguetería a ver quién tiene más dinero y saciar sus bajos instintos y los de sus bolsillos.
Tendría yo algunos 11 años ingenuos y el día 25 por la mañana me levanté como el año anterior. Sabía que Santa Claus había venido durante la noche y posiblemente esta vez sí me me había dejado un regalo, como se había especulado días antes en una pequeña reunión familiar.
Yo había asistido a dicha reunión sin ser visto atrás de un árbol, como siempre. Había primos ahí que le habían pedido un carro de control remoto, un cohete, una granada de mano, un rifle de asalto, un cañón, y hasta un avión, yo entendí que un avión de a deveras.
De haber sabido en aquel entonces también si hubieran preguntado, pues eran personas que no hablaban conmigo- les hubiera dicho que yo lo que quería era un amigo.
Pero pedir por ejemplo un avión como aquel primo, a mí se me hace muy grande un avión así como para pedir uno en aquel entonces y ahora.
En aquella fantasía no sabía dónde lo pondría, con seguridad no cabría en el tejado de madera donde ahora apenas cabe un pequeño mueble que no cupo adentro y una mecedora que nadie usa debido a un enorme agujero qué se le hizo; y además, a qué ciudades podría volar yo que no sabían ni andar en bicicleta ni bicicleta tenía.
A mí se me hacía muy grande un avión, que no chingaran. Además yo por más que pidiera no me traería nada, pues yo me había portado mal como todos los años.
Aquel día 25 como les dije, como de todas maneras sabía que había que levantarse, me levanté, fui a la cocina y ahí estaban mi padre y mi mamá en una escena familiar muy acostumbrada, muy como una pintura de Renoir.
Y como en todos mis cuadros descriptivos los pongo bajo una foco amarillento de 40 watts, muy vintage, de época. Yo sentí que mi papá se burló de mí cuando me preguntó que si no me había traído nada Santa Claus.
Ni siquiera le dije que no. Cada año pasaba lo mismo, descubrir que Santa Claus existe, que el mundo es muy bueno y el único malo es uno.
Él, mi padre, me recriminaba eso y de que no me hubiese portado bien.
Además con algunos datos en mano, yo nunca hacía la tarea, no sabía nada de aritmética, y cuando ya había pasado a sexto todavía no sabía leer y escribir.
Mi padre me dijo, como quien deja caer una piedra en un montón de grava, que me asomara abajo de la cama a ver si no encontraba nada. Uno se sorprende de los lugares inescrutables donde es capaz de dejar los regalos Santa.
Cuando uno tiene 11 años, tiene bien explorado esos sitios, sin miedo puede uno meter la mano a ojos cerrados y no le pica ninguna araña hasta que le pica, como quiera había que obedecer a mi padre. Desenfadado fui y me asomé abajo de la cama y vi una sombra al fondo que no alcancé con la mano. Así que decidí meterme y cuando ya alcancé medio cuerpo lo toqué.
Era un carrito de volteo, completamente hecho de lámina. Y encima, antes de voltearse varias veces por las carreteras, traía unos cacahuates y unos dulces con envoltura amarilla. Desde entonces Santa Claus y yo hemos caído en un círculo vicioso.
Él no me trae nada porque me porto mal y yo me porto mal porque ya no me ha traído nada. Y así es cómo ha pasado el tiempo y nos hemos acostumbrado a no esperar nada el uno del otro. Yo digo ahora que el existe pero que no me quiere.
El dice que sí me quiere pero qué tal vez no existo, es decir que no estoy en la lista de los que se portan bien ni en las listas de los que se portan mal.
Es mi Santa Claus de a cinco varos, quien ha ido conmigo en todo este tiempo previo a la nochebuena. Mi Santa Claus de bolsillo y es a quien ahora pregunto qué le va a traer a mi hija, mientras veo los juguetes como cuando voy distraído.
“Cómo cuál más o menos?”, vuelvo a preguntar, y la mano en la bolsa como un Santa Claus simbólico tantea cuánto dinero traigo. Escojo una muñeca pequeña y la pago. Pienso que ésta podría gustarle a mi hija y sonrío como Santa. Igualito. Jojojo.
Con el mismo regocijo despeinado. Con la vida dando vueltas, me hago muchas preguntas. Yo que estoy tan delgado me cuestiono: Santa Claus no sólo existe sino que está bien gordo, yo soy quien se extingue.
Él está bien alimentado, pienso que ha de comer a cada rato, al menos el que está aquí en la puerta de este gran centro comercial. Pero es bueno que no tenga hambre, también es cuestión de publicidad e imagen.
HASTA PRONTO.