TAMAULIPAS.- Con tal de escribir debo aclarar que la hoja en blanco así como la conocemos no vino a mi sino que yo fui a la hoja y lo confieso ante un ministerio público. Me interesó el interior vacío, el desierto poético y misterioso del papel digital donde ahora escarbo.
En esa época se pensaba así, creí escribir hasta con cierto estilo. La vida en cambio me pagó las clases y comencé a desescribir al ver la terrible ingenuidad del ser humano que he sido y seguiré siendo, no sin antes dejar en claro por qué lo expreso, y la razón de querer seguir siendo ingenuo sin una letra más ni una menos. Ser ingenuo hasta la exigencia, ingenio sin vergüenza, cotidiano o dominguero, delicado o marloboro.
Escribir en contra de uno mismo, a veces conviene mucho. Tiene prensa y llena estadios. Nadie me mandó a escribir y cuando me obligaron rechacé escribir señores miembros del jurado. Ya en mi jugo, o ya maduro, pelo por pelo escribo esto, conmigo saliendo en este paquete de narcisista, como protagonista orgánico, rara avis descompuesta en un retrato hablado. Puedo aceptarme y negarme a un tiempo.
No tiene sentido el sitio oscuro donde habría que distinguir entre lo uno y lo otro. Voy de principito, de precipicio, de árbol, de hocico, quiero decir algo y lo digo. Soy ahora la raya que seduce en el error de un cuadro. El retrato de la imperfección de los ángeles caídos. Eso estaba ahí, lo prometo. Pusieron un objeto junto a otro para engañar al bodegón de un marco pero no había ojos. Decir algo es escribir en el lenguaje propio y único.
El lenguaje posible y el lenguaje punible y oculto, el que huye por falta de nombres y símbolos, de sombras y paradigmas. Decir algo es decir la realidad dos veces y leer la interpretación de nadie, dos veces de nadie, en Ia galería de la indiferencia. No somos muy chingones para cambiar el mundo con una jalada de pelos. Comenzamos a entendernos en el realismo abstracto.
Decir algo es callarlo dos veces y al escuchar el resultado decirlo fue ver a la persona correr a decir lo mismo en sentido contrario, decir es escribir en contra de uno mismo. Se escribe a pesar de uno, con los enemigos pintarrajeados, con la crítica autografiada y una selfie.
Se escribe sin uno, conel horripilante espejo con un guey a cada rato asomándose entre las luces. Viéndolo bien nadie consigue quedarse callado, no decir nada es decir algo, tal vez más de lo necesario. Callar sería mentir muy gacho con naturalidad casi infantil. Sin tacha. Raíces y flores escribo en los recortes de la pequeña tela que se recorta en el cosmos si me le quedo mirando como picasso y sus ideas geométricas.
Todos los lados son diferentes hasta que dejando de moverse comienzan su lenguaje verdadero. El del silencio neutro. Adentro de la hoja que no he cambiado escucho voces y veo luces de cierta forma como un proceso mental, un lenguaje extraordinario que me habla y me escucha, un hijo del lenguaje que un día fueron ojos, pies y manos, un eco insoportable que irrumpe en el escenario donde la hoja se escribe sola.
Estoy en el pueblo de la hoja psicológica, traigo un instrumento musical con elementos mentales, una valija para la fotografía de almanaque en otra época de imponente pretérito. Entonces no hay prejuicio, escribir es picar sandías y comerlas delante de un pueblo hambriento. El drama, la comedia encubierta, la coartada perfecta se delatan.
La explicación no se precisa por evidente, por comúnmente, como un cabello negro el diario comienza su camino y el relato paso a paso nos conduce a la gloria o al infierno. Que para este caso es lo mismo. HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA