El Ángel exterminador dio la última aspirada a su cigarro y lo lanzó a los ríos de gasolina que los hombres de negro arrojaban al asilo.
Como pudimos sacamos a varios por la puerta de atrás.
Las llamas hacían que la hermana Magda danzara entre chispas y alaridos; sus cabellos, eran como una aureola azul sobre su cabeza. Cogimos una cobija, para apagarle su fuego, pero ya no se pudo hacer nada por ella, sólo vimos cómo corría revolcándose de dolor entre sus rosales rojos, que se incendiaban flor por flor, pétalo por pétalo, hasta quedar petrificados en rojo.
El merito infierno había entrado por la puerta principal del asilo.
Corriendo en una chispa, en un chingadazo el maldito, hasta llegar al patio central creando un gran remolino de lenguas de fuego que se llevaba todo a su paso. Un tornado rojo que se estiraba hasta el cielo formando nubes oscuras, de carbón encendido.
Todo crujía, caían a nuestros pies maderas en brasas y las esquivábamos a brincos. Las ventanas, escupían sus cristales que se incrustaban en el cielo.
Las llamaradas alcanzaron a muchos que aún se refugiaban en el recuerdo de sus hijos, se mecían con ellos en brazos, diciéndoles que no se preocuparan, que siempre estarían ellos pa protegerlos, que guardaban en su mente sus caritas, sus primeras sonrisas y les cantaban canciones de cuna, les perdonaban el olvido y les justificaban su ausencia, mientras tronaban sus cueros, como cuando uno avienta un hule duro a las llamas y se convertían en humo.
El doctor corría acostando a los que podía en el piso para que no los alcanzara la neblina negra que ahogaba, los conducía arrastrándose hasta la puerta de atrás, aquella que el Profe y yo usábamos para irnos a caminar y recorrer aquel pueblo que hoy nos daba la espalda. Para recordar años de juventud, cuando se emancipaba de Reynosa, cuando era el tiempo de ser algo más que un ejido.
El Profe se erguía al frente pisando las llamas para encontrar el camino a onde no hubiera destrucción, gritaba consignas y auguraba el final de todo lo podrido, hablaba de revoluciones y manifiestos. De pronto se quedó callado temblando, señalando la salida.
–Es ella, mírala Neto.
Las llamas formaban el cuerpo gordo de la cómica, que caminaba sin cabeza, llamándolo.
–¡No vayas pinche Profe, no vayas, es una alucinación, es una pesadilla!
Le alcancé a gritar mientras lo apretaba con la poca sangre que me quedaba. Pero alguien más fuerte que yo lo detuvo. Era el doctor que lo agarró obligándolo a tirarse al piso. Todavía ahí se revolvía, pero logramos contenerlo.
–Es un mensaje, me estaba avisando que eso hicieron con su cuerpo.
El pinche Ángel se salía con la suya, no pudimos llevarnos con nosotros a todos los que señaló aquella vez.
De pronto todo avanzó lento, así como a veces le hacen en las películas, todo camina despacio y dejan de escucharse los gritos, nada de ruidos, solo caras, ojos tiznados. Como monigotes de carbón que lográbamos salir de ahí. A mí, todosemenublóymequedéen el camino.
Nomás vi cómo el doctor seguía arrastrándose junto con los pocos que lograron salir y esconderse entre los chaparros, entre el monte, figuras que miraban al cielo suplicantes para que ya los dejara tantito de sufrir.
Dicen que llegaron los bomberos, dicen que la Prensa de todo el estado acudió, dicen que algunos familiares llegaron a exigir pensión y pago por la muerte de sus viejos.
Dicen que me buscaron por días entre hierros retorcidos, entre maderas humeantes, dicen que encabezo la lista de difuntos del asilo, otros que me vieron cruzando el río Bravo, otros que llegaron los hijos con las nueras a buscar por todo el asilo las escrituras del rancho que nunca les entregué. Dicen que a partir de ahora iniciarán un juicio muy largo para demostrar que la firma chueca, falsa, que inventé era la mía, que morí intestado.
Por lo pronto sírveme un café viejita, que hoy lo quiero cargado y sin un granito de azúcar. ¡Qué bonito hueles, a pura reseda!.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO