–Me he muerto tres veces Profe.
–¿Cómo es eso Neto?–respondió intrigado.
–Te las cuento: el día que enterré a mi viejita; el día que mis güercos vendieron el rancho y la madrugada cuando una bala que iba a partirme en dos, se quedó fundida en la hebilla de plata y me dejó sin aliento revolcándome como gusano a seis metros del pajuelazo.
Faltaba un día, para la entrega del refugio a la gente de la maña.
Me paseaba en mi mecedora y soplaba al Nescafé para enfriarlo. El Profe hacía crujir unas galletas en su boca, mientras olfateaba su taza de peltre.
La gente del Jarocho, llegó al mediodía en la fecha señalada.
Eran cuatro pelaos.
Venían en un troca negra, doble cabina, con vidrios ahumados. Afrentosos, saltaron del vehículo, armas en mano. Unos con su AK 47, otros con pistola. Eran unos güercos. Se fueron directo a la oficina del doctor. La canícula, hacía sudar a todos.
Vi caminar con la cabeza gacha al doctor, flanqueado por dos pistoleros a cada lado.
El Profe y yo, estábamos oyendo en el radio, la novela de Porfirio Cadena.
Bajé el volumen del aparato y señalé con la mirada, al doctor y a sus acompañantes.
Levantó la cortina del cuarto y se preocupó.
Acomodé en mi cintura, la 45.
–¿Qué vas a hacer, Neto?–preguntó angustiado.
–Voy a hablar con los muchachos–dije, poniendo un cargador en cada bolsa trasera del pantalón.
–No hagas pendejadas. Esos cabrones, pueden chingar al doctor–alertó, encendiendo con manos temblorosas su cigarro.
Salí al encuentro de los enviados del Jarocho y el doctor.
El Profe, caminaba nervioso, detrás de mí.
A mitad del patio, quedamos frente a frente.
–Doctor, váyase a su oficina– dije.
“No don Neto. Estos muchachos vienen a invitarnos a que nos vayamos. Y nos vamos todos. ¿Para qué queremos problemas?”, explicó.
–De todos modos. Métase a su despacho.
Se retiró el doctor.
Los cuatro muchachos, se tensaron.
Dije:
–Tiren las armas y váyanse. No
quiero más muertos en mi mollera; pesan mucho más, que todos los tiros que traen en sus matracas.
Sonrieron burlescamente, mirándose entre ellos.
–Muévase a la oficina, Profe– dije.
Me acomodé el Stetson.
A los chiquillos, casi se les salieron los ojos, cuando se sintieron encañonados. Creo que ni siquiera oyeron, el chasquido de los metales cuando con el cinto en un rápido movimiento de arriba hacia abajo,
el tiro quedó listo ante el percutor. Los cuatro, como si se los hubiera pedido, abrieron sus brazos
y dejaron colgando las metralletas sobre sus pechos.
–¡A chingar su madre, güercos! Díganle a su patrón, que mande gente que no tenga miedo morirse.
Los chiquillos, no dijeron palabra.
Se fueron, como vinieron: en medio de un pequeño remolino de polvo.
–¿Qué hizo don Neto?–dijo el doctor, cuando el refugio estaba en calma.
Dos horas más tarde, llegaron cinco trocas.
En una blindada blanca, venía el Jarocho.
–Doctor, no quiero a nadie en las casas–amenazó el bandolero. Palideció nuestro benefactor.
–Ayúdeme Profe. Hay que avisarle a la gente–dijo.
Todos los ancianos, con sus ropas en brazos –algunos habían acomodado sus pertenencias en costales– salieron lentamente y se aglomeraron tras la cerca del asilo.
Cuando entraron a mi cuarto, el doctor y el Profe, me encontraron empericado en una silla bajando un zarape del ropero. “Vámonos Neto”, estos cabrones no respetan. No respondí. Abrí la colcha de lana y saqué mi 30-30, con las cinco cajas de balas, que había estado guardada desde un año atrás, cuando en una Navidad, bien pedo, había tirado más de un centenar de plomazos a la luna.
–El refugio no vale más, que la vida de uno de nosotros–dijo el Profe.
Dije con una serenidad y un acomodo espiritual que no sentía desde aquel día en que me casé con mi viejita en la iglesia de San Juan:
–Hace mucho, que dejé de vivir.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO