Es un viaje a la orilla lo que nos hace ver el otro lado de la existencia. Es el impulso corroido y desgastado que llega a su edad exacta y extraña, a su forma errante.
A cualquier edad se llega a ese lugar del tiempo. A cualquier hora del día, dormido o despierto, nos ocurre o fue un sueño. Llega sin avisarnos y vive adentro, ha crecido sin remedio, en contra y a favor de nosotros.
Más que pensamiento la orilla nos empuja a un abismo. Y no eres viejo ni joven, ni nobel ni experto. Estas ahí por algo. Como en el cadalso, como si te quisieran comer vivo.
Y no es que tengamos otra vida, ni una vida paralela que podamos conquistar para vivirla, sino la vida propia y única que se desenvuelve hacia un extremo solitario, al reconocimiento del alma y del cuerpo.
Entonces sin prejuicios y no antes, sin sombras ni paradigmas anfibios, vamos al escarnio real de la desnudez, al punto de luz y de fuga donde confluyen todas las perspectivas. Y no, no es el fin y nadie ha muerto por eso, es una resurrección del pensamiento, un golgota en la ciudad de lo único que somos
El tiempo, luego de las horas, medido y limitado sale por un lado, se vacía en su cubículo secreto y deja de existir ante cualquier olvido.
El olvido olvida y recuerda. El olvido consiste en el recuerdo. La memoria esconde las palabras y las envuelve, las vuelve cristalinas como una lágrima en un rostro inesperado.
Hay parajes donde creemos haber estado pero no estamos seguros.
Era el paraíso, la matrix, el sueño, un pensamiento, tal vez la vida o la conversación de un amigo. Nos confundimos, la vida siendo una, en realidad son muchas.
El viaje es dual entre el resumen de ratos que se recuerdan y el olvido que arroja serpentinas. Con eso vamos juntos al matadero o a nacer de nuevo cada vez que olvidamos.
En la orilla del viaje se reconoce el escaso aprendizaje, el nulo saber de muchas cosas, la inutilidad de una inversión, la desazón de lo que pudo haber sido y lo que fue.
Y la orilla es una mirada diferente, son los ojos nublados que ven claro y cara a cara de lejos adivinan la emboscada. A solas te asomas a la orilla. El viaje es único y el camino igual en la incertidumbre, en el espacio que corres, en el metro cuadrado donde gira un cuerpo y se derrumba.
De lejos se ve la barda que interrumpe la calle, la orilla del asfalto va en las miradas. Los cuerpos limitados no van lejos, ni pueden levantar cosas pesadas, ni saltar al otro hemisferio del cerebro.
El viaje no termina, te va mostrando el precipicio. Y en la orilla el pensamiento es de los dos lados. La cara de Dios y del maligno, el día y la noche arremangada en una raya. Haces equilibrio en la cuerda floja y no quieres despertar y despiertas y a tu manera es lo mismo.
Con eso decidimos, con lo que podemos ver en la penumbra de un foco y la sombra de la noche que acecha al concursante.
La vida en lo que no es de noche ni de día, es lo más parecido a la nada por omisión o en el quebranto de un recuerdo insurrecto y pervertido. Es bajo y alto a la vez. La orilla por donde caminamos es angosta como el cuerpo que cabe en un pasadizo, es recuerdo lejano como cercano en la imposibilidad de movernos hacia el pasado y la ilusión del futuro invisible.
La orilla es levantarse y caminar al baño sin pensar en eso, con los pies en otra parte distinta al cuerpo y a la mente. En un sitio donde incluso no estás y sólo eres la otra orilla del pensamiento.
El viaje a la orilla, cuando parece que ya no hay más a dónde dirigirse, es el camino de los descubrimientos. Todo es nuevo en el extremo en que se logra ver el retorno extraordinario de los objetos, el interrumpido silencio que contiene memoria, gigas, recuerdos juntos y amorosos de la vida sin aburrimientos.
Entonces nos reinventamos para nacer de nuevo. Como quien amanece, recorre las cortinas y da los buenos días, como si nunca lo hubiese hecho.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA