TAMAULIPAS.- Desocupo las manos para construir el movimiento, pronto abro la boca para decir lo que callo. No es verdad, escribo esto en el silencio del cuarto.
Hubieran visto el tiempo que pasó antes de poner esta taza de café negro a un lado de la caja de cigarros. Las películas que ví solitario, el viento que me hizo cerrar las ventanas, el trueno, luego la lluvia mojando las letras en las marquesinas.
Hay espacio por si llegan palabras de repente o vuelven las que se habían ido. Al margen siempre hay un mundo paralelo. Las palabras tienen su propio mundo, con su Dios y su cielo, su infierno maltrecho, como el de uno.
Al escribir confieso mis culpas previas, confieso los ruidos en la memoria aproximados a cuando alguien se acerca, al estupor, al respeto con que a veces leo lo que algún día pensé fue verdadero. Uno escribe abajo de las piedras, en el estuario de un público psicológico
Y aquí estoy yo el escribidor, pálido, viendo cómo amanece. Queda poca luna en los ojos para escribirla. De lejos se aproxima la luz corriendo sin tropiezos.
He vendido a verme, estoy aquí conmigo para acompañarme en los metros lineales, en los horizontes ciegos, en el mar lejano que se escucha siempre y cuando cierre los ojos cuando veo a otro ser humano.
Me pasó la noche por encima, no supe a qué horas me quedé dormido. Sería bueno soñar esto que escribo.
Pero la realidad es este inobjetable tiempo en los zapatos. Te los quitas y da lo mismo. Algún sentido tienen los aeroplanos con la teoría de Einstein. Estoy descalzo, sin camisa escribo que veo una camisa cuadrada. No veo el pantalón negro ni el gato.
Me habrán visto escribir a oscuras, a lápiz remojado en los labios. Escribir es destapar la caja sin correr, aguantar el aroma, el insoportable hedor. Es escribir sin escribir porque no hubo palabras.
Llegan los lectores y recogen las palabras y las paredes que volteaste para hacer una ciudad única, leen otra vez las palabras sin ropa cuando descansan, cuando se ocultan en la ducha.
Cuando escribo tolero la insoportable condición de escribir lo que me niega, lo que me asusta y me descubre abajo de la almohada húmeda.
Antes de escribir siquiera la primera palabra, llegan otras enfurecidas a golpear la puerta de la casa. Ahí estaban al acecho. La segunda palabra fue más rápida que las otras y así sucesivamente, hasta que llegan las últimas palabras diciendo que se les atravesó un perro.
Escribo a manotazos, con el dedo le atino a dos letras al mismo tiempo. Corrijo poco. Tengo suerte con los personajes que encuentro en el camino de la escritura. Rápido los personajes se saben sus nombres de pila, les duele algo, van a una parte a donde nunca habían ido. Están a la fuerza, se me van llendo de las manos.
Cuando dejo de escribir quedan grumos de pan en la mano y el sabor del café negro ya frío en los labios.
Escribo y puedo borrar mas no arrepentirme. Escribo en el cadalso, en la antesala de la anunciada muerte, en el último instante del óleo.
La última palabra trajo el silencio en la espalda, cuando se va el que escribe, nos pueden engañar a todos con un silencio hecho de ruidos con lo que dijo.
Sobre la mesa del día siguiente quedan los textos que serán leídos, ya leídos en múltiples ocasiones, al derecho y al revés para que nadie se equivoque. Quedan los días que escribas que escribes aunque nadie lea, aunque nada dijeras.
Bebo un sorbo de café. Respiro un tramo en el humo del cigarro. Después pasa algo, nadie sabe cómo le hago para saber. Escribo lo que nadie ha visto. Es todo.
Ciego, sobre las letras voy corriendo, aplastándolas con mis zapatos rotos de un lado. Deletreo un poco, después vuelvo desaforadamente al lugar donde una pantalla puso lo que quiso. Debo estar loco, ya no sé lo que escribo.
HASTA PRONTO.