Sí hay quinto malo. O sí puede haber.
Un presidente en México suele tener, en el penúltimo año sexenal, el reto previsible más complejo de su mandato.
La sucesión es un enredo por definición. El equipo se divide, las ambiciones distraen a algunos y surge la amenaza y la realidad de los golpes bajos. Máxime si el partido gobernante tiene en las encuestas viento a favor, como es el caso.
Así ha sido en todos los sexenios, presidencias priistas o no, y ahora conoceremos la manera pejista de procesar una sucesión.
Hay una favorita pero las encuestas contarán. Y pasan los meses y en éstas se mantiene lo que se perfila como una parejera: la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum y el canciller Marcelo Ebrard están cada uno del otro a tiro de piedra mediática.
A favor de la gobernante capitalina hay que apuntar que su imagen ha cambiado. Ahora se le nota resuelta, su ubicuidad mediática es permanente y hay cada semana noticias sobre ella, propias de libro de texto, sobre cómo fabricar un candidato, verbigracia su boda. Hay también en la CDMX anuncios de obras que cuajarán en estos meses. Y, es evidente, disfruta de una cargada de gobernadorxs y figuras de Morena.
Para ganar visibilidad mediática, por su parte, el secretario de Relaciones Exteriores ha regresado a un terreno en el que le va bien. Visita la República y copa la agenda de intercambios o entrevistas con emprendedores o gente interesante o singular. Lo mismo aprovecha el Mundial que unos tacos mexicanos en un país remoto. Es creíble y se le nota a gusto. El escupitajo en la marcha le suma antes que restarle. Y ya hasta se destapó.
El plan C, término de moda, estará ahí en Bucareli, haciendo su luchita –en espera de sacarse la lotería– en las redes sociales, donde aparece con un perfil que le presenta como “dedicado a la chamba”. Crece en las encuestas, pero aún no aprieta a los punteros.
Ni se baja ni se descarta, pero todavía no se lanza como ya lo han hecho Sheinbaum y Ebrard. En su caso, además ha de cuidar que su ambición no machaque la gobernabilidad.
Pasado diciembre, el presidente López Obrador acelerará la presión para acabar el Tren Maya, proyectos carreteros y otras obras de infraestructura, incluidas clínicas y las llamadas Universidades del Bienestar. Será su prioridad.
Pero también redoblará la presión sobre opositores y todo aquel considerado adversario o que se entrometa, según su criterio, en las posibilidades de que Morena retenga la presidencia o la mayoría en el Congreso en 2025. En esa línea, el gobierno apoyará abiertamente a sus candidatos en las elecciones de Estado de México y en Coahuila. En otras palabras, se avecina más febrilidad del hacer presidencial.
Sin embargo, será fundamentalmente el año de la sucesión, de poner a tono al movimiento, de decidir delfín (a), de operar para cuidar que los resabios de quienes pierdan “la grande” no generen altos costos, para conjurar riesgos de ruptura.
En esto último Ricardo Monreal representa la primera crisis del quinto año de AMLO. Su coqueteo con la oposición, si es que no es sólo una nueva treta para encarecerse frente a Palacio Nacional, no puede durar mucho: la siempre delicada agenda legislativa se atoraría en el Senado si Morena no tiene claro de qué lado está el zacatecano.
Quinto año. El oficio político de Andrés Manuel será puesto a prueba. Parte de lo que más le interesa en la vida (su imagen futura en la historia) depende de que elija bien… y destape mejor.
Por Salvador Camarena