Esta es la casa de los viejos, con sus largas auroras, sus cortas caminatas, con lo necesario, con las largas ausencias, los cansados pasos, con las risas de un verano, la familia completa, el borde de la calle, la tienda de la esquina, la carnicería, el sol adueñado del patio, el block suelto en las paredes, una chimenea, una sartén, medio kilo de tortillas sobre la mesa.
Casa para seguir viviendo, con sus días por la tarde, y en la repisa una imagen, un descompuesto reloj, y unas llaves que nada abren; dos anhelos pendientes de la virgen, que está junto al retrato de un antepasado puesto en el paredón, en un marco del siglo XIX.
Casa con cochera, que al fin y al cabo terminó sirviendo techo donde alguien se sienta por las tardes. Hay allí mismo un sillón de palma que fue de la tía abuela, con un par de descomunales nalgas marcadas por supuesto. Sillón ensillado en el patio.
Casa hace muchos años pintada. Le han dado muchas manos de otros colores pero persiste el color más antiguo, el verde, como de 1961, cuando la hicieron.
Me parece que hay una descascarada justo ahí donde se sacó un clavo con otro, que sostenía una lámina de Coca Cola; esta casa fue tienda en algún lugar de la historia.
Llegas y tocas. No hay manera que te vean desde adentro, así que tocas fuerte y el propietario sale, o quien sea. Con todo eso desde adentro hay lugares por donde se ve hacía afuera al respetable público.
En lo cierto, un apartado en la cortina de la ventana que da a la calle se originó para ver la llagada del cobrador, atisbar la visita amena que pasan a saludar, aboneros, vendedores de pinzas para tendederos, agentes de ventas. Para ver pasar a la vecina, los carros y uno que otro de los muchos años que han pasado.
Atrevidas motocicletas que llevan un mensaje, o un sujeto regordete que va a medios chiles pensando en su peor es nadie, es el sobrio panorama de un sonriente día como este.
En el patio de atrás, si te quedas dormido, un poco antes de eso, se enciende la primera estrella, junto al árbol de mahuacatas donde se instalan las mejores luces navideñas. Debajo de todo eso, la casa tiene vista al horizonte donde se teje la vida ajena de la vecina. Una telenovela que se apaga sola con el último grito de la señora.
Desde esa barda se puede ver la tele de plasma de la otra vecina, y un crucifijo que cuelga de la sombra. Dos manotazos corrieron la cortina blanca que se metió en la noche.
Es una casa verde, pero adentro tiene el hermoso color rosa despintado. Hace mucho se cocina el arroz del medio día que se hizo años, grandes muchachos, tíos que fallecieron, abuelos inmensos, y hermanas de las que nada se sabe.
La cama tiene un block en la pata trasera que la sostiene estoicamente. Se hace el amor sobre de ella, sobre esa hechicera errante que es la noche. Casa por casa, el barrio recorre las casas de otros barrios, se va yendo como nube gigante la mortífera noche. En los dormitorios de la ciudad se enciende la amarillenta luz de reformatorio, de hotel oxidado y amanecer sin un cinco en la bolsa bajo un cielo raso.
La calle es de piedras, alguien las trajo de un río cercano. Las mujeres deben acordarse de que, esa casa, primero fue una lona que se sostuvo estoico por meses sobre un mástil de madera. Luego una enramada que aguantó dos años, antes de que fuera sustituida por la casa de palos y las paredes de block.
En el recuerdo guardado en las cuatro paredes, pesa más la historia de un pariente fallecido, una despedida para siempre, cinco perros con santo y seña que fueron enterrados en el sendero del patio; y las mujeres que entraron de vez en cuando, la que se quedó por siempre.
Deshecha de soledad, la casa de el frente perdió su puerta que se asoma a la calle. La gente es curiosa, los chiquillos dirigidos por un revoltoso se han atrevido a meterse. Desde aquí he podido ver cómo pasa un minuto a cada rato, y pareciendo el mismo, igual que yo es otro.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara




