Las manos son una cuerda floja. Las cosas como son: amarillas o manchas del sol. Las manos abiertas son las palmas de un desierto, las antenas, las arañas disueltas en veneno de sangre y carne. Están tranquilas, puedo llevarlas a la noche.
Con las manos en alto entrego las armas y el pañuelo con mocos, que no quede nada durante un asalto en el pueblo. Con las manos en la bolsa repiten mi nombre, mi domicilio y mi teléfono, la hora que salgo y el regreso con las luces apagadas en la calle.
Las manos son pequeños monstruos que escarban en los fragmentos oscuros. Abro un paréntesis y entro por las huellas que he dejado. Me estoy fijando en lo obsesivo que suele ser llevar los dedos pegados.
Mis manos hacen magia; tal vez por ello a veces les temo. En otras veces las llevo a mi pecho y sueño con ellas en un largo viaje a los objetos que toco.
Las manos han estado en sitios donde no se han visto las tardes. Esto es un poco de pudor, del puño que escoge ser guante, ciego caminando por un puente como el que lleva a la colonia Moderna. No es fácil. Nada lo es, y hace mucho no llueve. Nada que ver
Con las manos el animal- el ser que he sido- se mueve en el aire y palpa el nombre que me han puesto para controlar el agua, remar, apuntar a una dirección con el dedo índice, ir con la mirada al infinito, perseguir una recta chueca y cristalina.
Por la humedad, en los líquenes del espacio, las manos encabezan los hechos. Son protagonistas de las manivelas, de los cerrojos y las señas impublicables con un poquito de agua. Hace días arrojó los relojes y una vez escupió primero en un pleito callejero. Escribió una consigna que nunca se cantó en los últimos mítines de la casa.
Como otros días el proceso es un pincel en los dedos, pintar los colores más intensos de la piel a un lado de una gota de tinta, en el cuaderno donde se lee en voz alta. Desde el principio los dedos mezclan el cemento que pegan los pigmentos. Los colores tiernos hacen orillas y luego, en tonos oscurecidos, las manos hacen y deshacen los dibujos ausentes.
Igual las manos pegan block, raspan el cuerpo, liberan el caos de la comezón nocturna, luego se arrastran para llevarse las hojas más pegadas al suelo. Las manos son de tierra y lodo, saben a barro tostado en leña, otra vez son tierra cada que se humedezca.
He visto las manos moverse, arrancar de cuajo, deslindarse de los hilos, de las ataduras, de los dedos inmorales. He visto las manos sin dedos o con dedos muy largos y con uñas impublicables. He visto manos y pies atados a una cama, a una esquina del cuarto, a una banda de grillos enlistados para una campaña.
Con las manos se hizo la venus de milo que perdió un brazo para llevarse la mano y salir de ese cuerpo amordazado en los agujeros negros. Con las manos que veo soy la mano que esconde la piedra, en la mano no hay nada, sólo una canica perdida y encontrada entrada en años, como la tierra, anacrónica como una consola de discos pirata.
Desde luego remos, ojeadores de páginas ensalivadas, huellas digitales para un sospechoso testigo; legiones de cosas agarradas de por vida, soltadas en un solo día. Desde luego las manos son las mías. Las otras son puños, ramas gruesas, pedazos de roca ígnea, aspas para manotear y hacer cartas inofensivas frente a una efigie.
He tomado agua, me he dibujado, he sido un animal raro del cuerpo. Araña fumigada, zancudo rascado. He sido mi mano nocturna. He salido del cuerpo y me he metido en los secretos. Conozco otras manos apretadas, juntas. Entrelazadas por las raíces de los dedos.
Las manos no eran del cuerpo, eran alas de pájaros extraviados. Un día se juntaron. Son pegadas alas, rosadas texturas en moldes de barro, cicatrices del aire en el nombre de todos nosotros, elevando un papalote imaginario.
Las manos son animales amarrados y sueltos. Nadie lo sabe a ciencia cierta, nadie sabe a dónde van cuando uno duerme y amanece lejos, muriendo en sus platos rotos, despintados, puestos donde está prohibido estacionarse.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara