Los mexicanos comenzamos el día y lo terminamos escuchando críticas sobre el gobierno de la 4T o sobre la última “ocurrencia absurda” del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Los diarios más influyentes y los opinadores de los canales de televisión se dedican a inventariar aquello que pueda perjudicar la imagen del mandatario.
Y, sin embargo, si en este momento hubiera elecciones Morena arrasaría a la oposición; los niveles de aprobación de López Obrador superan un 60% luego de cuatro años de este bombardeo mediático.
Se suponía que la prensa, la radio y la televisión constituían la vía primordial en la formación de la opinión pública. Obviamente no ha sido así. Los medios han seguido “predicando a los conversos” que representan entre un tercio y un 40% de la población, aquella que desaprueba a López Obrador, pero han sido incapaces de influir de manera decisiva en los sectores populares y las grandes mayorías.
“El fracaso” de los medios para definir la inclinación política de tantos mexicanos podría obedecer a varios motivos: a) la penetración de los medios convencionales entre la población es mucho menor a la que se les había atribuido, b) los medios tienen penetración pero carecen de legitimidad y las personas creen cada vez menos en sus contenidos, c) López Obrador ha conseguido ser más verosímil que los medios, d) la realidad que experimentan los sectores populares (pensiones, aumento de salarios mínimos, etc), les lleva a asumir sus propias inclinaciones políticas al margen de lo que digan los medios, eso que AMLO deonomina alfabetismo político del pueblo. Supongo que lo que estamos viendo es resultado de la combinación de estos cuatro factores.
Lo anterior obedece en parte al declive del papel de los medios convencionales en aras de redes sociales y otras plataformas, un fenómeno que es mundial. Pero en buena medida también es mérito de López Obrador, por lo que hace su administración y por lo que dice para conseguir que los sectores populares sigan pensando que es un presidente que habla en su nombre.
Las mañaneras han sido la parte sustancial de esta estrategia. Sus críticos asumirán que las casi tres horas de exposición cotidiana de parte del presidente obedecen a un impulso protagónico o narcisista. Y desde luego, durante su sexenio, él se ha asegurado de convertirse en la Roma a la que todos los caminos conducen.
Pero la estrategia ha resultado extraordinariamente eficaz para los propósitos de su movimiento. Descifrar la lógica con la cual el presidente Andrés Manuel López Obrador escoge sus batallas verbales es un desafío mayor.
La mayoría de las veces es para responder a una crítica, un ataque o una distorsión difundida sobre su gobierno. En otras para influir en la opinión pública a favor o en contra de algún tema de su interés.
Otras más para enviar un “estate quieto” a un actor político o económico. Y luego hay las que buscan simplemente asegurar rating para permitir que las mañaneras sigan recibiendo atención.
En más de una ocasión, en un arranque de sinceridad, lo ha expresado explícitamente cuando ha solicitado una canción para ilustrar un argumento, añadiendo que vendría muy bien porque la sesión del día estaba muy aburrida y había que animarla.
El mayor desafío que tiene un espacio diario, como bien saben los productores de telenovelas, es mantener el interés o las expectativas en una emisión reiterada, sujeta siempre al riesgo del desgaste que resulta de la rutina.
Luego de más de mil conferencias matutinas a lo largo de cuatro años, habría que reconocer que el presidente se las ha arreglado para mantener la vigencia de este espacio.
A diferencia de muchas series de televisión que en su tercera o cuarta temporada se desploman, todo indica que la mañanera terminará el sexenio siendo el espacio que define en buena medida la agenda mediática del país. Se dice que los Clinton y luego Barak Obama fueron los primeros presidentes que se dieron cuenta del poder de las redes sociales y las usaron en su provecho.
Posteaban tuits pensados para ser retuiteados en esas redes. Lo que hizo Trump fue mucho más allá, él tuiteaba para que los medios convencionales se vieran obligados a reproducir sus mensajes, ahorrándose campañas publicitarias y enormes equipos de prensa. Tuits provocadores, escandalosos, desafiantes, burlones, transgresores.
Lo necesario para estar siempre en la punta de la lengua de comentaristas y reporteros y, para el caso, en las charlas de sobremesa de los hogares. En cierta forma Trump gobernó a punta de tuits: en promedio más de 30 diarios en su último año, incluyendo sábados y domingos, es decir, entre 2 y 3 mensajes cada hora en la que estaba despierto. La mañanera de López Obrador es muchas cosas, pero también es eso.
Un espacio multiusos para informar las acciones y las razones de la administración pública, pero también para conectar directamente con las pulsiones de la población. Son posibles gracias a la habilidad innata para expresar frases contundentes a los oídos del hombre y la mujer de la calle, pero también al de los editores.
Expresiones como “Uy qué miedo” o “es presidenta de la Corte gracias a mí” terminan siendo inevitablemente cabeza de ocho en los periódicos o en las cortinillas de entrada de los noticieros.
Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard han mencionado que las mañaneras llegaron para quedarse, pues han inaugurado en México una vía ya irreversible de los gobernantes para relacionarse con los ciudadanos. Quizá.
La pregunta es si este espacio resulta sostenible, tal como lo conocemos, con alguien sin las irrepetibles peculiaridades de López Obrador. Un reto más de los muchos que plantea, para bien o para mal, imaginarse un gobierno de la 4T con un presidente que no sea AMLO. En ese sentido, habría que concluir que hay límites para el continuismo, por lo menos en una versión simplista.
Los niveles de polarización o confrontación, me parece, serían prácticamente insostenibles sin el efecto cohesionador que tiene su presencia entre las mayorías. Imposible imaginar una sesión de dos horas diarias con cualquiera que no sea él.
Quien venga tendrá que conseguir lo que la mañanera ha logrado, por otras vías. Tremendo reto.