“Yo la he llamado necrofilia”. Escribió Erich Fromm, uno de los pilares del psicoanálisis. “En mi libro El corazón del hombre puede verse una explicación… es en realidad una patología grave”. “Atracción por la muerte o por alguno de sus aspectos”, nos dice la RAE. Existe, y es una depravación extraña.
En esta preocupante primavera adelantada, en la cual hasta las jacarandas parecieran estar “borrachas de sol”, con floraciones a destiempo y polinizadores en crisis, el impulso es totalmente el contrario. Lo que brota es el amor a la vida. Se le llama biofilia, y fue Fromm el primero en usarla: “…creo que en el hombre hay también otras pasiones: la pasión de amar, la pasión del interés por el mundo: todo lo que se llama ‘eros’; el interés no sólo por las personas, sino también por la naturaleza, el interés por la realidad, el gusto de pensar y todos los intereses artísticos”. Fromm moriría en 1980.
Sería Edward O. Wilson –uno de los mayores biólogos de nuestro tiempo– quien desarrollaría el concepto. Wilson abrió una fantástica línea de investigación sobre las diferentes vertientes del amor por la vida. Pero no es genético, ni está garantizada. La necrofilia merodea. Las diferencias culturales son abismales. En algunas sociedades hay creciente veneración por la vida, ha modificado hábitos y costumbres que, a decir de Proust, pueden ser verdaderos lastres del ser humano. En otras, en contraste, hay un desprecio por la vida en todas sus manifestaciones. México es una de ellas. “No vale nada la vida, la vida no vale nada”, reza la popular letra de J. A. Jiménez que delata una actitud, suena a valentía, pero encierra una terrible justificación de nuestras atrocidades. Algunos termómetros son muy útiles: el trato a la infancia, el trato a los adultos mayores, a los viejos y, por supuesto, a los enfermos. También, el respeto a la flora y la fauna es un excelente indicador. Allí nuestra realidad estremece.
En los últimos cuatro años ha imperado un brutal desprecio por la vida. La infancia, su problemática, simplemente ha estado fuera de la agenda. Carencias nutricionales, abandono, cuadro básico de vacunación, atención a las discapacidades, educación, lo que se tome, el panorama es terrible. Si pasamos a los adultos mayores se puede argumentar que nunca antes habían recibido tantas pensiones. Es cierto y, sin embargo –a pesar de los esfuerzos del Instituto Nacional de Geriatría–, queda claro que no hay una estrategia consistente, como en otros países, España, Canadá, etcétera. De los enfermos, qué decir: escasez de medicamentos, drástica reducción de los presupuestos al sector salud, en particular a ciertos nosocomios e institutos nacionales, y claro, la criminal reacción frente a la pandemia. Por primera ocasión en nuestra historia reciente una administración entregará una brutal caída en la esperanza de vida: alrededor de cuatro años.
Algo de necrofilia guía al gobierno federal. No me refiero a la patología de sentir atracción por los cadáveres. Aunque hay cientos de miles sin explicación. Pero también existe la muerte institucional. El afán destructor de las instituciones y de todo aquello que tenga vida propia, pareciera no tener fin. Todos los órganos autónomos se han visto afectados. La obsesión contra el INE, además del cálculo político por controlarlo, habla de una pulsión. El Poder Judicial es otra obsesión. Ya le tocó su turno a la UNAM. Una provocadora iniciativa de Morena, que supondría la muerte de la vida institucional de nuestra gran universidad, nos recordó que esa pulsión está latente. La democracia también es un ente colectivo que vive. “Destazar” y “exterminar” han sido términos morenistas para referirse al INE.
Como corolario está el devastador espectáculo de la construcción del Tren Maya. Más muerte. Es una obsesión que ronda en los últimos años.
Recuperar el amor a la vida –en todas sus expresiones, así de sencillo– es una gran bandera que todos debiéramos abrazar.
POR FEDERICO REYES HEROLES