A tientas recorro el pasillo de mi imaginación. Aprendo a cada paso el cambio insólito del aire que entra por la puerta. La puerta es posible ahora imaginarla. Desde ahí la distancia es larga si la vuelvo mirada.
No es fácil medir la espesa niebla oscura que tuerce mi cuerpo y me hace otro con los latidos apresurados de quien corre, mas voy despacio urgando el elemento de la noche sin luna adentro del cuarto.
En el oído se escuchan las voces de las personas que de día ocuparon un sitio muy importante y ahora son eco. En las paredes retacha la historia de los orígenes de la casa de enfrente, de la calle, y de la casa amarilla.
El grillo canta para mí la canción que sabe, se esparce en el ambiente y difunde la noche por todas partes. En el mercado del ruido el sonidero es música de cumbia por todo el mundo.
El ritmo es un instrumento del jazz recién compuesto a la orilla del gran lago donde empezó la noche.
En algunos lugares hubo gente sentada olvidando esto, pero estoy en la memoria en donde está el grillo inolvidable. Se han ido todos y cambió el final ahora inesperado, suficiente para mi en lo que soy un par de ojos sin cuerpo.
Nadie más hay aquí como para preguntar su punto de vista. Les presento a mi mano invisible en el momento equivocado, la busco y aún trae los dedos buscando algo que ignora. Las hipótesis se adueñan del mercado de objetos indescifrables. Es el tianguis de mi calle.
Me doy cuenta que compré un proceso ciego y aprenderé a lidiar con las supuestas ausencias ahí presuntas.
Aquí, en el lado nocturno de la vida breve que es la noche, son importantes las decisiones en el poblado pesquero del cuerpo. Es un teatro lleno sin luz. No tarda en comenzar el evento anunciado cuando fue día repleto.
La paz ahora es un tema tenebroso ante lo inesperado. Avanzo bajo el techo y encima del suelo, en medio, despacio, en silencio me voy cayendo con los pies juntos.
No hay duda, no sé qué hay en la mirada mientras pienso más rápido de lo acostumbrado. Lo abandoné todo y ahora soy un hombre nuevo perdido en el oficio nocturno del velador sin sueño. Ignoro lo que sigue. ¡Qué extraña pesadilla!
Podría vender lunas si existieran y tampoco habría quien las comprara. Si hubiera una me la quedaría hasta que se gastara. A solas devoro el mito, la luz negra, la neta apenas descubierta en un balde con basura.
Dicen que nunca está más oscuro que cuando va a amanecer y acudo a esa noche. Y aun así no debo confiarme, la oscuridad absorbe los dichos y las ideas, las pervierte, son fantasmas de la mente, orificios del pensamiento a donde entra uno y se mueve.
No tolero el pensamiento, preferiría escuchar a los ausentes y no adivinar lo que quieren decir con las palabras o atinar a sus nombres de pila para responder a cada uno de ellos.
La noche estalla en mis ojos. Canto una cancioncilla de la infancia remota que se agiganta ante la soledad ignota, me estoy dando a conocer en este ambiente.
Hola, soy quien canta, uno que escribe en las paredes abandonadas de una escuela vacía. Esta es mi letra y he puesto mis apellidos para que no se equivoquen, en la sombra todos somos iguales y diferentes.
Alguien. Quizá yo mismo vi la luz al final del túnel y tiento de nuevo las paredes con Virgilio el de la Divina comedia, y aclaro cual, pues hay muchos virgilios en el mundo, pero es uno mismo el propio Virgilio que anuncia el purgatorio.
Amanece. Y por primera vez veo la luna desconocida, la luna de los poetas nocturnos, a quienes nadie conoce por sus rostros, los de la oscuridad envuelta en palabras, en revoltura de penumbras que tras las hojas del cristal dejan pasar un poco de luz de la última luna. Todo es nuevo ahora.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA




