El imperativo de Morena es que sus precandidatos acepten el resultado de las encuestas con que definirá su candidatura presidencial. Las denuncias de Ebrard sobre favoritismos y cargadas desgastan un proceso que nunca logró prender bajo la sombra de un juego de cartas marcadas y la legitimidad cuestionada al poner en duda las condiciones para que el pueblo elija libremente.
Una carrera gris y aburrida por el desvío, además, de los reflectores hacia Xóchitl Gálvez al frente de la oposición, gracias a la visibilidad del enganche de López Obrador. Su mayor novedad es que llega a su fase decisiva en una situación que no había al inicio porque en el camino la oposición cobró mayor competitividad en el careo con sus aspirantes.
Las preferencias por Sheinbaum se han mantenido muy estables, con cómoda ventaja en los sondeos, lo que ha variado es el escenario electoral y el margen de exigencia sobre el perfil de Morena para superar con los ojos cerrados a la oposición con cualquier candidato. El proceso, como fue pensado, ha transcurrido sin sorpresas con el guion de una pasarela por todo el país; no así los cálculos políticos y la estrategia, por ejemplo, para ganar el Congreso como condición para proyectar una Presidencia fuerte el próximo sexenio.
La carrera de las corcholatas no ha servido para una real competencia ni para legitimar su destape anticipado, aunque Morena conserva las mayores oportunidades para ganar la Presidencia. Pero el crecimiento de Xóchitl en las encuestas les obliga a reajustar la estrategia si su probable candidatura le cierra el paso para recuperar el voto de las clases medias e indecisos en los que reside la esperanza presidencial de Ebrard, pese a la evidencia en lo contrario.
Prueba de ello es la intervención presidencial en la agudización de la polarización para convertir la elección de 2024 en un plebiscito sobre la continuidad de la 4T, con objeto de mantener la cohesión de sus bases y obligar a los indecisos a decantarse. Para López Obrador es imprescindible fortalecer a la corcholata ganadora, que de no ganar el Congreso le será imposible mantener a su gobierno en la confrontación como él, pero sin su trayectoria ni mismo peso político; a la vez que también desactivar la estrategia de la oposición de frenar al “obradorismo” en el Congreso con un gobierno dividido y obligarlo a la negociación.
Sin embargo, el mayor escollo es interno y —según Ebrard— está en “foco rojo”.
En la fase decisiva del proceso, Morena da a conocer que pondrá todo el peso de la definición de la candidatura (75%) en una sola pregunta de la encuesta: ¡¿quién debe ser su candidato?!, sobre otros reactivos, como la experiencia, capacidad u honestidad. Si cualquier otro atributo es secundario, significará otra ventaja para Sheinbaum, que enfrentaría una competencia más cerrada si se ponderaran cualidades en las que Ebrard es fuerte.
Y también servirá a Morena para que el vencedor se imponga con menores riesgos de impugnación de un resultado cerrado.
Con ese diseño trata de evitar la polémica encuesta entre López Obrador y Ebrard por la candidatura presidencial de 2011, en la que la medición de varios reactivos dio lugar a un resultado cerrado y dudas sobre el ganador. Su objetivo es tener un vencedor claro y mantener la unidad tras un proceso ensombrecido por denuncias sobre la falta de equidad. La pregunta que ha planeado siempre es si Ebrard aceptará hasta el final las reglas del juego, a pesar de que también hasta el último momento reclama a su partido operar políticamente a favor de Sheinbaum y le advierte de un desastre si no permite a la ciudadanía elegir libremente.
En su última oportunidad de corregir las cartas marcadas, Ebrard profundiza la duda con ese ultimátum a Morena para detener la cargada y respetar una encuesta libre y justa, como firmaron al inicio del proceso y que —en sus palabras— no se ha cumplido. En su alegato, indirectamente reitera que no será un traidor para irse con la oposición, pero tiene en sus manos la llave de la legitimidad del proceso. No es la primera vez que estira la liga para tratar de sacudirse las cartas marcadas, incluso con coqueteos con abrazar a la oposición, pero nadie sabe bien qué hará con el resultado el hombre que se preparó 42 años para ser candidato si nunca lo sería.
POR JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH