Sí. Es hoy una vieja escuela. Conserva sin embargo la fachada clásica de los años veinte, los pisos rojos y lustrados de los pasillos, la base principal de los salones de cuando la construyeron con su inmenso foro a un lado y en el centro la estoica asta bandera. A cambio, ya no están los bebederos de antaño en el patio, para beber agua de la llave con el hueco de la mano.
Traíamos los pantalones rotos de la parte de atrás donde iban las nachas. Por la misma fuerza en la que convivíamos con el suelo patrio. Prietos, renegridos por el sol, había pocos güeros, como pocos eran los que usaban mochila y escasos aquellos que llevaba siempre la tarea, aquellos dioses.
Nuestros padres nos llevaron un día y se desprendieron de las escuela, la mayoría de nosotros no tuvimos quién nos tomara una foto personal durante la graduación, pero es lo mismo, nunca olvidaremos a los maestros. Los coscorrones todavía laten en el cerebro.
En los recreos había verdaderos torneos a muerte aunque la pelota innumerables veces fue sustituida por un bote. Había centros delanteros increíbles, porteros que se la rifaban y defensas que deseaban jugar con el “Cuerudos”.
Pasábamos por la dirección y siempre había un chiquillo trémulo, castigado, deleitándose con los objetos valiosos que habitaban la estancia: una foto del primer director, la fotografía de Benito Juárez, el estuche de la bandera, los pisapapeles de cobre, el mueble archivador con nuestros exedientes, las tachas y los dieces.
La marcha a Zacatecas nos indicaba la hora de entrada y salida, los honores a la bandera eran militares bajo la mirada vigilante de los profes. Tomábamos distancia y hacíamos ejercicio con los brazos, éramos los más fuertes de la escuela, éramos los del turno matutino, enemigos acerrimos del vespertino.
Había bullying, del que uno aprendía a desmarcarse al año siguiente. Uno se hacia hombre. Decían que en la noche se aparecía en el salón de altos techos, un niño al que un profesor había castigado y murió de eso. Un niño había siempre que decía haber visto todo.
Olvidamos los secretos de aquellos años abajo del colchón, los pequeños hurtos atrás del librero, otro en el armario de la vieja abuela por si faltaran. Los olvidamos y ahí se pudrieron como los años.
La mochila era una bolsa de red nailon de las que se usaban para el mandado, duraba muchos años y cabían todos los libros, cuadernos Polito y Scribe con resorte los más pudientes, problemarios de papel estraza, lápices, trompos, canicas, yoyos. Cabía la infancia y la tarea de la maestra regañona. Dos o tres niños, no más, llevaban mochilas de cuero bien cuidadas, como equipadas para sobrevivir a esa guerra.
El resto de compañeros nos dispersamos en vender el periódico, chicles, nopales, éramos chalanes incipientes, balsas a la orilla de un arroyo por donde pasaba la vida.
La banca era eso, una banca donde cabíamos dos iniciando nuestra carrera delictiva, muy pesadas, de madera de pino, con dos cajones para los cuadernos, sin faltar la colección de chicles cuyos propietarios pasaron marcando su territorio.
Durante el año padecías al compañero de banca , al ‘inche vato que todavía recuerdas. O recuerdas a ese mismo, de héroe a villano que te salvó la vida a la hora de la salida en un todos contra todos.
La memoria ahora trae destellos del sacapuntas, de la punta del lápiz y el olor a cuaderno con la ropa sudada después del recreo. Había compañeros de tierra y lodo, tela desgarrada, de chicle y plástico a quienes la vida respetaba. Banda descalza con Ia bandera de Juan Escutia enredada. Esa era la vieja escuela.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA