Todos los vecinos saben que te estoy esperando: me han espiado, si me quedo en casa o si salgo, si saco la basura a tiempo o me tardo; se me ha pasado el camión recolector debido a eso.
Saben lo que tiro y buscan señales de tu existencia, datos de tu evidente ausencia. Casi salgo a declarar mi soledad y esperan que lo haga, debería decirles la verdad que yo mismo ignoro, de una vez por todas.
Por lo demás estoy bien. Todo el mundo, con honrosas exepciones sabe que bebo agua de la llave. Conoce la vecina de al lado las extrañas canciones que canto; y para mi escucho, con más frecuencia de la que ocupo, su vozarrón antiguo entonando una de Jorge Negrete, como si estuviera allá en el rancho grande, allá donde vivía, mientras ve la película del cine de oro mexicano. Cine por muchos años instalado con gente armada en la barra de una cantina, en la repetidora local de televisión que no hace mucho fue en blanco y negro.
En los zapatos que dejé afuera, y se mojaron, deberían andar para que supieran las veces que me he tropezado. Los más jóvenes saben de cual número calzo y sin falta se ha difundido en el barrio la talla y el oscuro color de mis calzones.
En la imaginaria, la banda del moco verde que pulula en la cuadra y pierden los partidos contra ellos mismos, desean con furor partirme en la máuser. A la vez, en mi refugio tengo un machete oxidado sin filo con el que aflojo la tierra de las macetas. Aguanto. Sé que jamás atentaría contra ninguno de los semejantes. Mas la imaginación es cabrona.
En la tristeza que se desploma sobre la alegría, encuentro un billete en la bolsa del pantalón que lavo a mano. Me suceden cosas buenas, tal vez sea yo un buen cristiano y por eso. Uno nunca sabe.
Te espero porque solo no puedo hacer lo que Dios dice. Hago lo necesario: solo hago el quehacer, lavo los trastes. Pero no es suficiente con salir al ruedo, para saludar de mano al pasajero de la calle, al ministro religioso, al masiosare alarife, o para esquivar carros e instalar mi aparente calma, sonreír a la gente sonriente, poner cara de bueno para prevenir un golpe en defensa propia.
Más mejor que todo es esperarte. No esperar, sino esperarte a ti que viajaste por el mundo y que has dado vuelta a las estrellas contempladas por mi en octubre, en noches sin lluvia.
Estoy aquí esperándote en mangas de camisa, con pantalones arremangados en lo que lavo el patio de las ideas detrás de tu cabello, atrapado en tus labios.
Todo el mundo sabe que te espero. Con buena traza ya pasó por mi el deseo de ser el rico millonario del pueblo, de colgar un cuadro en el museo de luvre en París, y ganar el premio nobel. Cuando mucho me he vuelto estoico leyendo a Hermes Trismegistro, para tolerar la crítica de arte de los vecinos cuando me ven danzar, simulando que bailas conmigo.
En todos estos años los vecinos, qué saben que te espero, pasaron de una pregunta sin respuesta a un cuestionario contestado y de ahí han publicado mi no autorizada biografía. En franca correspondencia también yo sé de qué pata cojean, quien con quien y desde cuando son los mejores vecinos.
En todo eso estás tú, los vecinos que lo saben también te esperan, quieren ver qué cara pones cuando me veas, si me abrazas, si puedo aún correr a encontrarte luego de algunos años, como en el pasado remoto.
Por lo pronto los vecinos más peculiares instalaron tribunas, pusieron observatorio para verte llegar antes que nadie. Puedes imaginarlo. Los vecinos más necesitados de entusiasmo me observan por un agujero. Y yo a ellos. Te recibiríamos con aplausos.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA