Gelsy, una hondureña de 19 años, duerme sobre un colchón compartido en un refugio en Tapachula, Chiapas, bajo un techo laminado del que escapan chorros de agua.
Es madre pero ya no quiere parir. Su país le impidió operarse por tener menos de 21 años. Por eso, antes de iniciar su camino a Estados Unidos quiere comprar una pastilla de emergencia para abortar si es agredida sexualmente, porque migrar y sufrir abuso, dice, es casi una certeza en México.
—Hay muchas cosas que se escuchan… las chavas que por el camino dicen que es bien arriesgado, la mayoría de mujeres que les ha pasado una violación cuentan la experiencia. Dentro del refugio el Buen Pastor, en Tapachula,
donde vive Gelsy, las mujeres ven pasar el tiempo recostadas en el suelo frente a un ventilador inútil.
Se abanican con periódicos que sólo arrojan aire caliente, se colocan trapos mojados en el cuello y, mientras lo hacen, se organizan para buscar anticonceptivos o pastillas de emergencia antes de seguir el camino.
Los condones que les dan las organizaciones y voluntarios, dicen las migrantes, no les sirven en caso de sufrir una violación o si su pareja se niega a usarlos.
En ese mismo refugio, otra migrante que prefirió no dar su nombre, recuerda que en Guatemala, antes de cruzar el río Suchiate, que marca la frontera con México, le ofrecieron prostituirse para pagar un cuarto de hotel.
Había ahorrado para dejar Honduras, pero el dinero se le terminó cuando le pagó al pollero y la abandonó. —Nos dijeron que esa es la única forma que pueden llegar hacia allá, prostituyéndose… porque se necesita dinero —dice convencida.
Para las mujeres migrantes sin una estancia regulada en México, tener acceso a anticonceptivos es indispensable en su equipaje porque saben que es muy probable que sufrirán abuso sexual o usarán su cuerpo como intercambio con un hombre por una sensación de seguridad.
Pero el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva son un derecho que no está garantizado para las miles de mujeres que atraviesan el país en condiciones de vulnerabilidad por su estatus migratorio, según los testimonios de migrantes y organizaciones que se encuentran a lo largo de la ruta desde la frontera sur hasta el norte del país.
En su informe 2021 el Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi) revela que siete de cada 10 mujeres que atendieron experimentaron violencia física en su tránsito por México; 83 por ciento violencia psicológica, 60 por ciento violencia patrimonial, 42.5 por ciento violencia económica y 18 por ciento violencia sexual.
EMBARAZOS EN RIESGO
No sólo están en riesgo las mujeres que quieren prevenir embarazos, también está bajo amenaza la vida de las que ya están gestando y atraviesan el país en condiciones de climas extremos, con deshidratación y sin comida.
Uno de los epicentros de la ruta migratoria es la estación del tren en Coatzacoalcos, Veracruz, donde cientos de migrantes esperan a que pare el ferrocarril para subir e ir rumbo al norte.
Allí, entre la basura, las ratas devoran sobras de comida arrojadas a unos pasos de donde cientos de personas duermen encima de cajas de cartón echadas al suelo, a casi 40 grados de temperatura. Entre ellos está Jaime, una hondureña con cinco meses de embarazo que, una vez que dejó su país, no ha visitado a ningún doctor.
Paró en la estación del tren donde conoció a otros migrantes. Casi nadie sabe que está embarazada porque su cuerpo es tan delgado que apenas permite asomarse un pequeño bulto de su vientre.
Dice que come una vez al día, no toma vitaminas y su cuerpo ha estado expuesto a desgaste físico. Piensa que ella y su hijo van a sobrevivir por obra de Dios.
—Le pido a Dios que todo esté bien —dice mientras se encomienda a su fe, para luego explicar que su bebé no se ha movido, ni sabe si es una niña o un niño, ni tampoco por qué su panza es tan pequeña, jamás se ha hecho un ultrasonido y, desde que pisó México, no ha tenido un chequeo médico.
Las probabilidades de que su bebé no llegue a nacer son mucho más altas para ella que para una mujer nacida en México.
En comparación con las mujeres mexicanas asentadas en el país, las mujeres extranjeras gestando en México tienen 17.1 veces más probabilidades de no lograr un embarazo, según cálculos propios con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Se llegó a esta cifra al comparar la proporción de muertes fetales en madres mexicanas, que fue de 1.98 por ciento en 2022, con la de muertes fetales en mujeres extranjeras, que alcanzó un 34 por ciento ese mismo año.
MÉXICO, UN MURO PARA LA SALUD DE LAS MUJERES MIGRANTES
Valeria Scalisse, responsable del área de Acompañamiento Psicosocial de la organización civil Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi), advierte que la falta de derechos reproductivos tiene que ver con la falta de voluntad del gobierno, pero principalmente con las políticas migratorias que ahora son más restrictivas y obligan a las mujeres a usar rutas con más riesgos y menos servicios. “Influye directa o indirectamente en que las mujeres puedan acceder al servicio (de salud), recuerdo que mujeres venezolanas comentaban que preferían pasar dos veces el Darién (la jungla en la frontera entre Colombia y Panamá) que pasar por las rutas mexicanas; me pareció fuertísimo escuchar eso”, expresa. Desde el campo de las colectivas que acompañan a mujeres que desean abortar en territorios donde no está permitido o no tienen acceso, Crystal P. Lira, cofundadora del colectivo pro aborto Las Bloodys, en Tijuana, explica que cuando se trata de residentes de la región, en promedio realizan de 150 a 300 acompañamientos al mes, pero en el caso de migrantes sólo llegan a ser entre uno y cinco.
“Las mujeres migrantes tienen mayor grado de vulnerabilidad y menor acceso a medios para prevenir o evitar un embarazo no deseado por la centralización de los accesos y la información, por el idioma, la documentación, las diversas criminalizaciones por su condición, también la desigualdad económica y de vivienda, no es sencillo migrar”, explica la activista.
Araceli Pineda, subdirectora de Programas en ProSalud, organización civil que promueve la salud y trabaja con mujeres en contexto de movilidad, sostiene que las personas migrantes tienen mayor riesgo de no lograr un embarazo.
“Infecciones por hongos o bacterias que no se habían tratado por el trayecto, a veces no saben que están embarazadas y cuando tienen dolores muy fuertes, ya es por abortos espontáneos, por mala nutrición… por su falta de acceso a baños, higiene”, detalla. La especialista advierte que el sistema de salud mexicano no garantiza el acceso a cuidados prenatales ni para la interrupción del embarazo. Las principales barreras, dice, son las creencias culturales tanto de las personas migrantes como de quienes están a cargo de las instituciones y organizaciones que las rodean, como los albergues a donde llegan, los cuales son coordinados mayormente por comunidades religiosas.
PREPARADAS PARA MIGRAR
Devora, una migrante salvadoreña agredida sexualmente en su país, resultó embarazada e intentó interrumpir el embarazo con pastillas de emergencia pero el medicamento no sirvió. Con casi seis meses de gestación, en abril de 2023 decidió migrar sola a Estados Unidos.
Llegó a la frontera este de México y Estados Unidos, a la ciudad de Reynosa, donde cuando el sol sale enardece sobre la piel.
Apenas cae la noche, los negocios bajan la cortina y las familias se esconden dentro de sus casas, como secuestrados en sus propias cuatro paredes y, desde ahí, aprenden a vivir entre el sonido de las balas que suenan casi a diario.
Devora se refugió en Casa Lulú, uno de los pocos albergues que hay en la ciudad y recibe a migrantes víctimas de tortura y abuso sexual, donde al contar su historia y pese a sus deseos de no ser madre, le aseguraron que los niños son una bendición y que los que aún no nacen no tienen la culpa de su agresión.
Resignada a un embarazo forzado, piensa que a lo único que tenía miedo era a ser asesinada o desaparecida en el camino, porque a otro abuso ya no. —Sí sabía que tal vez podría pasar (una violación) pero es un riesgo que una toma… no sentía miedo como una mujer que pueda perder algo.
La Ley de Migración en México obliga al Estado a garantizar servicios de salud sin importar el estatus migratorio y hay acuerdos internacionales que exigen respetar el derecho reproductivo y la salud sexual de las mujeres migrantes —incluido el aborto—.
Pero en este país la atención médica de calidad es la excepción y no la norma. Antes de iniciar el trayecto, muchas mujeres migrantes se inyectan anticonceptivos que duran tres meses para evitar embarazos no deseados, pero cuando llegan a ser retenidas en la frontera el efecto se termina antes de empezar el viaje.
Desde los refugios y durante su tránsito buscan dónde comprar la inyección, pero el costo y la falta de acceso la hace inaccesible.
Escarleth, una joven hondureña de 22 años, no ha tenido éxito para comprar su inyección. Bajo la sospecha de un embarazo que no planeaba, busca entre las organizaciones y voluntarios que alguien la ayude con anticonceptivos para mujeres. Su pareja se niega a usar preservativo. —La gente que ha venido, voluntarios, han dejado condones y uno los agarra… pero hay personas que los usan para jugar. ¿Yo qué hago con ellos?
*Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women ‘s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de Derechos Reproductivos, Salud y Justicia en las Américas.
POR GABRIELA MARTÍNEZ