Hace poco más de una semana, el huracán Otis impactó a Acapulco, Guerrero, y el recuento de los daños y pérdidas humanas todavía no concluye. Quizás aún sea demasiado pronto para evaluar si el gobierno actuó oportunamente en los momentos previos, o si la calidad de la respuesta es adecuada y proporcional a los daños.
En las últimas décadas, tres huracanes o tormentas severas han impactado a Acapulco: Paulina en 1997; Manuel en 2013, y Otis este año. Una revisión cuidadosa de estos casos permitiría evaluar cómo ha evolucionado la capacidad de respuesta del Estado mexicano ante los así llamados desastres naturales. Ya sea por la predilección gubernamental por la propaganda o bien por la forma en que el gobierno reaccionó ante la pandemia de covid-19 y otros desastres recientes, el escepticismo es más que justificado.
Los daños de Otis ponen de relieve la fragilidad del orden establecido en cualquier comunidad, la fragilidad de la relativa paz y estabilidad conocida, por así decirlo. Tras un desastre, cuando la vida, seguridad o propiedad de miles de personas han sido afectadas o llegan a situaciones límite, es muy probable que estalle el caos o la anarquía.
¿De qué depende que esto ocurra? Los expertos en el tema consideran al menos tres factores. En primer lugar, de la gravedad del desastre. Cuanto más destructivo sea éste, es más probable que la desesperación conduzca a la violencia. En segundo lugar, del tipo de respuesta del gobierno. Si la población percibe que el gobierno no está respondiendo de manera adecuada a sus necesidades básicas —tales como agua, alimentos, techo, electricidad o combustible—, es más probable que busquen remediar la situación con sus propias manos, sea como fuere.
En tercer lugar, por la existencia de tensiones sociales previas. Si ya existen tensiones sociales en una comunidad, un desastre puede exacerbarlas y conducir a la violencia. Si hay un historial de pobreza, desigualdad o discriminación en una comunidad, es más probable que haya desorden, crimen o violencia.
Los desastres naturales pueden tener serias consecuencias sociales cuando los daños o los esfuerzos de recuperación se cruzan con divisiones socioeconómicas, étnicas, religiosas o geográficas. Otro tipo de desastres pueden dejar sin casa o trabajo a miles de personas. Por ejemplo, un terremoto puede causar conflictos entre grupos compitiendo por recursos escasos. El terremoto de 1985 en la Ciudad de México es un ejemplo internacional por el esfuerzo solidario que detonó entre la población para ayudar en la recuperación. Por otro lado, la mala respuesta gubernamental ante este desastre tuvo consecuencias políticas perdurables en la capital del país.
El país siempre será vulnerable a terremotos: lo que el Estado puede cambiar son los esfuerzos de prevención y respuesta ante nuevos desastres. Las costas del país, por otro lado, enfrentan riesgos crecientes de huracanes o inundaciones atribuibles al cambio climático. Una consecuencia previsible del cambio climático es la presión migratoria que generará entre la población de zonas costeras o tierras bajas. Algo similar ocurre ya con las sequías.
De un tiempo a esta parte, se debate si el término “desastre natural” es correcto. Desde este punto de vista, un desastre ocurre cuando un riesgo de causa natural se materializa (digamos, un terremoto o un huracán) en una ubicación altamente expuesta o donde hay mucha gente vulnerable. Los diferentes niveles de exposición o vulnerabilidad no son naturales, sino que dependen de lo que hagan gobierno y sociedad para prevenir o prepararse ante tales riesgos.
Otra forma de ver el mismo problema son las consecuencias del cambio climático. En la medida en que el cambio climático —algo inducido por la propia conducta humana— induzca riesgos crecientes, es debatible que podamos seguirles llamando desastres naturales. Desde este punto de vista, vale la pena distinguir entre desastres y riesgos naturales.
POR JAVIER APARICIO




