Como parte de las ofertas electorales se pone sobre la mesa una reforma al Poder Judicial y se desliza, al menos discursivamente, un segundo intento del morenismo de implementar una especie de justicia restaurativa, puesto que se habla de escuchar a las víctimas de la violencia sistemática.
Anticipando que someter a foros una propuesta de reforma al Poder Judicial no llevará a otra cosa que al mayoriteo y la “validación” de una imposición. La política mexicana es plena en ejemplos de ello y no será distinta, porque el gobierno saliente así lo ha ejercitado, a menos que se trate de una rebelión de una nueva élite “ilustrada” en contra de los principios obradoristas, lo que pronostico será parado en seco, por los grupos radicales, cuestionando las lealtades a su proyecto.
Comienzo por el final. La implementación de un proceso de justicia restaurativa, en el contexto de la violencia del narcotráfico, víctimas y desaparecidos, es un desafío complejo, pero fundamental.
No olvidemos que fue la bandera enarbolada en el primer año del sexenio que culmina, pero nunca se les permitió a los proponentes llevarla a cabo.
Porque, en esencia, la justicia restaurativa se enfoca en sanar las relaciones, reparar el daño causado y promover la reconciliación entre las partes involucradas, en lugar de simplemente castigar a los responsables, que en el caso implican una amplia gama.
Dado que este proceso abarca la participación de juzgadores independientes, se entiende como una contradicción con el compromiso electoral de Morena de elegir a juzgadores por el voto popular, lo que los somete al poder Ejecutivo, dejando fuera esa condición ineludible de imparcialidad.
Dicho en economía, ese proceso debe comprender seguridad y confianza para comunidades, víctimas y sus familias participantes. La corrupción e impunidad institucionales pueden ser un obstáculo.
Reparación del daño, lo que en el contexto de la violencia del narcotráfico, puede ser complejo dada la magnitud del daño causado a las comunidades y la dificultad para identificar a los responsables. También, coordinación efectiva entre diferentes instituciones gubernamentales, organizaciones civiles y comunidades para implementar con éxito los procesos.
Y, por último, las estrategias de prevención y no repetición. Se trata, en esencia, de visibilizar las causas subyacentes de la violencia, y aquí es donde la propuesta se atora porque ha sido la omisión y ausencia del gobierno federal la causante del daño, y por tanto no podría coordinarla una de las partes.
Sería vital conocer si esta propuesta incluye una posible coordinación supranacional como la OEA o la ONU. Si no es así, entonces es sólo propaganda electoral o un impulso que no resuelve el fondo.
O bien la colaboración de las ONG —de nuevo la propuesta no expresa si se levantará el veto oficial a estas organizaciones—, con agencias de la ONU y otras instituciones internacionales, en la implementación de la justicia restaurativa.
Un ejemplo ha sido el Centro Internacional para la Justicia Transicional, que ha trabajado en varios países en procesos de reconciliación y justicia transicional.
Dos premisas esenciales. La independencia de los tribunales desempeña un papel fundamental para dar legitimidad al proceso. Y, en algunos casos, la presencia de las Fuerzas Armadas puede generar desconfianza, si han estado involucradas en abusos o violaciones de derechos humanos. Su participación debe darse en un contexto de transparencia y rendición de cuentas.
Hoy, más que nunca, debemos reafirmar nuestro compromiso con la independencia judicial, piedra angular de la democracia. No podemos permitir que intereses a corto plazo o presiones externas socaven la imparcialidad y la integridad de nuestro sistema judicial.
Por Jorge Camargo




