7 diciembre, 2025

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Milagros inesperados

COLUMNA INVITADA / POR GUILLERMO FAJARDO

Confieso que tuve que dejar de leer durante un tiempo Un verdor terrible (Anagrama 2020) de Benjamín Labatut (Países Bajos, 1980) debido a que me perturbó su escritura, saturada de pesadillas. Ya me había pasado con autores como Robert Walser, W.G. Sebald, Olga Tokarczuk, Robert Aickman o Clarice Lispector, cuya forma ensombrecen e iluminan sus narraciones, desestabilizando al lector que intenta un refugio. La escritura de Labatut también parece funcionar así: es enigmática, sibilina y se emplea a fondo, en este libro, en describir las condiciones materiales de algunos genios científicos y sus descubrimientos.
En la historia de la ciencia abundan momentos clave en donde la chispa de la creación, una especie de intuición profunda sobre los mecanismos del universo, aparece frente a alguien que las traduce por medio de números o palabras. Debido a que los parteaguas en las comunidades creativas resuenan en las conciencias, no resulta sorpresivo que busquemos explicar esos descubrimientos bajo el manto de lo inexplicable o lo enigmático. Son estos instantes mágicos los que interesan a Labatut, las formas efímeras, pero monstruosas del genio humano, que sólo pueden ser descritas recurriendo al misticismo para dar cuenta de las inesperadas consecuencias de los descubrimientos. El libro visualizará las condiciones materiales y personales que permitieron ciertos hallazgos científicos, desde el cianuro hasta distintas teorías matemáticas o físicas. Desfilarán personalidades como Erwin Schrödinger, Werner Karl Heisenberg, Alexander Grothendieck o el japonés Shinichi Mochizuki que en 2012 publicó “la prueba de una de las conjeturas más importantes de la teoría de números, conocida como a+b=c. Hasta hoy nadie ha sido capaz de comprenderla”, escribe Labatut.
Cuando hablo de condiciones materiales no me refiero únicamente a los recursos a los que aquellos científicos tuvieron acceso o a su condición socioeconómica, sino a las onerosas cargas de la creación. A cualquiera que haya terminado una investigación —o producido la prueba de algo extraordinario— le resulta obvio que algo ha cambiado, no en el mundo, sino en el entendimiento que tenemos de él, casi como si hubiésemos ampliado nuestras propias coordenadas internas, movidos por relojes cuánticos, maravillados por la inmensa posibilidad de entender la materia en sus estados más mínimos. Y así, arrojados al abismo de la comprensión absoluta, se abren nuevos caminos con bifurcaciones infinitas, todas inexploradas, un éxtasis religioso que sólo se avista en el momento preciso en que nace y muere.
Labatut, pues, quiere explorar el instante secreto en que las ideas de un Einstein o de un Schwarzschild ven la luz del día. Para eso, sin embargo, aquellos científicos tuvieron que pasar por dolores físicos y estragos mentales que absorbieron la calidad de sus espíritus, un polen diseminado que atravesó sus cuerpos y los debilitó. Es como si cada uno de ellos hubiese tenido que pasar por la guerra o la tuberculosis o por migrañas devastadoras que los enterraron como avalanchas o por el fracaso profesional o intelectual para llegar adonde llegaron. En el instante en que una idea está por aparecer, Labatut la describe con la materia de las pesadillas. Heisenberg atacado por hombres y mujeres imaginarios, Schrödinger acosado por virulentas fiebres, Grothendieck acercándose al caos de su mente, De Broglie sucumbiendo a proyectos irracionales.
Sus destinos son similares: Schwarzschild vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y moriría por una enfermedad que desarrolló gracias al conflicto. Alexander Grothendieck, genio matemático que inspiró a Mochizuki, se alejó de todo y de todos, cada vez más perdido en su mente, viviendo como un verdadero ermitaño. Heisenberg publicó su artículo fundamental en 1925 en medio de terribles fiebres en donde el científico “entraba y salía de sus alucinaciones”. Carl Wilhelm, el químico que descubrió el cianuro, “olía, incluso saboreaba las sustancias nuevas que lograba conjurar en su laboratorio”, lo que provocó que muriera “con el hígado hecho pedazos y el cuerpo cubierto de pies a cabeza por ampollas purulentas”.
Labatut se aproxima al fenómeno de la creación con tenazas, como quien agarra un escorpión o una araña venenosa, reconociendo los límites que van más allá de la razón. ¿Cómo hablar del mundo subatómico, tan diferente a nuestra realidad, pero que toca los fundamentos de lo que somos? ¿Cómo aproximarse a la teoría de los números sin caer en un abismo? ¿O a los espacios del cosmos sin ser engullidos por ellos?
Y sobre todo: ¿qué les espera a todos aquellos que se atreven al infinito? “Hacia el final de su vida —escribe Labatut sobre Grothendieck— su punto de vista se había alejado tanto que sólo podía ver la totalidad”.

POR POR GUILLERMO FAJARDO

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