El sillón suele esperar por largas horas en los pasillos donde los pisos brillan como espejo y son días largos y al final una ventana deja entrar el sol todas las mañanas con su algazara sin falta.
Ahí de pronto suele suceder el milagro. Alguien, tal vez una mujer, se detiene frente a él y busca algo en el bolso y finalmente se sienta y el sillón inesperadamente siente el cuerpo, lo acaricia y lo recibe con beneplácito.
Hay sillones que lucen unas piernas muy lindas. Hay sillones que se hunden para acomodar y elevar el contorno de las dos columnas de la mujer más hermosa del mundo. Este es el caso.
Uno jamás llega a saber de lo que siente un mueble, pero suele suceder que uno lo sepa. El sillón de inmediato se amolda a la figura de la persona. Cuando ve uno la escena pareciera que el sofá extiende los brazos con parsimonia y hasta con placer recibe a quién ahí se acomoda.
Más temprano que tarde, uno de los dos tendrá que romper el hielo, antes que ella encuentre un agujero, una quemadura de cigarro en la tela. Antes de que él vea que ella no era lo que esperaba, sino que es mucho más bella y hasta pudiera ser un problema para la familia.
Quién se acomoda en el sillón hace un esfuerzo por no sentirse incómoda y le da pena sentir demasiada comodidad como si alguien estuviera sosteniendo el cuadro que cuelga de una pared y por capricho lo pudiera dejar caer en cualquier momento.
Ella se cerciora de que está sola en ese lugar y se rasca la cabeza con bastante destreza. El sillón la observa y sonríe sabe que hizo lo mismo que todas.
El sillón le pide calma, mientras se serena y acepta el peso específico de quien se sentó con desparpajo. En cambio suaviza la tela, matiza el coloreado del tapiz, se plancha el pelo suelto que roza el suelo y acepta que hay cuerpos como el de una mujer que van más allá de la cordura de uno.
La mujer se remueve un poco e intenta incorporarse, pero está demasiado hundida en su papel de Cleopatra, la emperatriz de un sillón egipcio, que sabe lo que sigue cuando dos están solos y comienzan a llenarse de silencio.
Pero el sillón suele estar en un pasillo de la enfermería y a veces pasa por ahí el dolor y el consuelo insuficiente. Es la habitación de un escritor que llegó muy apenas a ese lugar a las 12 de la noche y en esa soledad escribe un cuento sobre los viejos.
El sillón tiene sus días de hloria cuando quién se sienta no sabe a qué hora se duerme y a qué horas despierta, es una somnolencia el mundo de la siesta.
En los sillones primero hay un viejo y luego una ausencia muy larga. Primero los pies y luego el viento mueve las aspas de esa barca.
En ese lugar se han sentado miles de personas, el sillón sabe que ninguna como esa muchachita que ahora lo mira. Palpa la vestidura aterciopelada, los bordes de piel lisa y llana de la mujer, se arrepiente de ser sillón como siempre. Luego lo agradece.
Entonces la mujer se levanta y antes de responder el teléfono, por enésima vez decide volver a sentarse. Por el momento el sillón pensó que ella pudo haberse sentido ultrajada de cierta manera, pero ella ni en cuenta, según lo contaría años después cuando nos fuimos los serenadores de sillones.
Ella es una mujer muy guapa y no puede evitar reconocer eso, cada vez que se mira en la pantalla limpia del celu.
Con un brazo en el brazo del sillón se quedó dormida. Y ese trémulo momento en el que uno quisiera ser sillón, y tal vez el sillón quisiera ser como uno, pasó por las mentes de todos aquellos que pasamos anoche a cada rato por aquel pasillo.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA