Sobre la mesa veo el encendedor y la cajetilla de cigarros que le acompaña como a una boda en su traje de noche. No es la única parejita de la tertulia de objetos e impresiones, hay un café americano en la taza y aunque departen alegremente acaban de conocerse.
El piso luce reluciente, situación que llamaría la atención de cualquier monje tibetano que ingrese al vestíbulo, desde donde nos podrá ver si así se lo propone antes de que le indiquen el lugar donde debe sentirse como en flor de loto.
La estancia contempla un abanico giratorio que en el drama del calor alcanza para gestionar un poco de aire caliente. Todo está listo para más de rato en que alguien, aún se ignora quién, se acerque y tome el libro que luce un separador en Ia página 128. No sé por qué.
En la página 28 ocurre el suceso clave, el cruce cruel de los protagonistas, seguramente el escritor, en este caso escritora, pudo imaginar el instante en que uno de nosotros llegó din esfuerzo a la mitad del libro y además mostró interés en continuar la lectura.
Predomina en Ia mesa el aparato celular y una pequeña lap top con la cual uno entre la banda escribe el intento de su biografía. Una vista aérea si usted me lo permite alucina con una ciudad chiquita, en donde las personas como nosotros tengamos todo el día libre antes de que entre una llamada de juguete.
Desde luego entre líneas la narrativa de esta historia conlleva el sorbo de café muy caliente, un poco después de pensar en la siguiente palabra, tomar aire del que entre, por consejo del monje, y poner la mente en blanco, para dar vida, para crear y recrear, para hacer una película del hombre que sonríe en su espejo roto.
Sobre la susodicha mesa se ha instalado una feria, dos tarjetas indescifrables por quien escribe y ya, lo que yo guste poner. Un recipiente con fresas, y alguien, nunca se sabrá quien, agregó una botana ya pasada la hora.
Del diálogo conservo poco, pues la charla tiró al monte, cada loco con su tema y su ego a todo lo que alcanza. Extraje unas monedas del bolsillo y comprendí que tres pesos eran pocos para la propina del mesero, que por cierto no aparece por lo pronto. Podría irme sin pagar, hacer pisa y corre. Tampoco escucho a los tertulianos que me acompañaban, aún no concluyo el texto y tengo ganas de ir al baño ¿A dónde se habrán ido mis fantasmas?
Sobre la mesa en cuestión quedaron los vestigios, los olvidos, las ausencias y los ratos callados, la ventana cerrada, el gato afuera, la cortina sin viento. El libro que estaba sobre la mesa está ahora en mis manos y leo en esa multitudinaria soledad la página 128 de Wislawa Szymborska que dice:
» escribo por momentos pececillos, sobre escamas plateadas y por tan corto tiempo que, tal vez por eso, parpadea en su turbación la oscuridad»
Ni siquiera puedo hablar de soledad en la libre discusión de los fantasmas más famosos que me instruyeron, ni siquiera de quienes fueron abasallados por la multitud, aplastados en un abrazo.
Y sin embargo uno se encuentra solo, solo al dirigirse a la puerta , solo al beber agua, al caminar por la casa con una palabra para el aire. Solo al escribirse y leerse como público, único fan del desierto. Uno escribe para ese que se esconde por que no desea que le pregunten, para el ebrio de esta tertulia , para los que se echan un vaciado. Uno solo se escribe.
Escribí estos pececillos de colores como homenaje a esta escritora polaca, Wislawa, toda vez que en las habitaciones de su poesía se encuentra el ser de cada instante, fundido, abierto, encantado, perdido, de una vez arrastrado por la vorágine, como el viento que por fin movió del árbol las hojas de la soledad acumulada en el libro «Poesía no completa» de Wislawa Szymborska.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA