Vota por la democracia, vota contra Morena, dicen los intelectuales críticos. Aseguran que los ciudadanos deben defender al orden democrático o condenarse a vivir en el despotismo. Puede entenderse que en una campaña política los protagonistas acudan a un enfoque del tipo “yo o la barbarie”.
Pero que las auto designadas buenas conciencias de los círculos culturales e intelectuales críticos del partido en el poder invoquen el voto para “salvar a la democracia” es patético. Es cierto que conductores de radio y televisión viven de atizar el fuego; ellos no están en el negocio de analizar la realidad sino en el de inflamar indignaciones y gestionar miedos y pasiones.
Pero son absurdos tales maniqueísmos por parte de quienes creen desempeñar el papel de conciencia crítica de los intereses últimos de la comunidad. Se vale disentir del proyecto social y político que encabeza López Obrador, preferir otro y así decirlo. Pero recurrir al fin de la historia como argumento en una coyuntura electoral es un tanto histérico. “Democracia o deriva autoritaria”. El ex ceso es doble por ambas puntas.
No es honesto hablar de democracia sin abordar los muchos saldos que el proceso de transición política deja de cara a las grandes mayorías empobrecidas en los últimos años. No voy a satanizarlo, porque produjo una alternancia formal y elecciones razonablemente libres, pero tampoco se puede glorificar el efecto legitimador que tuvo para gobiernos en los que imperó la corrupción. Es decir, acompañó sin problemas a un sistema pro fundamente desigual. ¿Democracia para quién? en todo caso.
¿Qué sentido tienen la red de comités de rendición de cuentas y de contra poder que no hicieron nada para lo que verdaderamente importaba a la mitad inferior del edificio social? ¿Por qué no les pareció un crimen inadmisible que el sistema desplomara el poder adquisitivo de los más pobres para hacer más rentable la vida de la mitad superior? ¿Qué hacían ellos para impedir la corrupción del gobierno de Peña Nieto, de los grandes negocios de sus camarillas o los excesos de sus gobernadores? No digo que haya que suprimir toda esa red; en una sociedad más sana tiene una función que cumplir. Pero en un país que opera de manera tan desigual en favor de los privilegiados, da la sensación de que se abocó mayormente a los aspectos formales, pero no al fondo; es decir, que sirvieron como ámbitos de negociación entre las propias élites, pero dejando intocado el malestar de las grandes mayorías. Lo cual termina siendo una manera de legitimar el orden vigente.
En todo caso, defender acríticamente tales instituciones como si fuesen el santo grial es más propio de una actitud doctrinaria que de una conciencia crítica como la que se atribuyen los abajo firmantes. Se necesita una dosis de soberbia no dar el beneficio de la duda a la toma de posición de la mayoría de los mexicanos que apoya al actual proceso de cambio. No es muy democrático asumir que el 60% está equivocado.
La única manera de sostener esa tesis sin rubor es atribuir tal apoyo a la demagogia de López Obrador que los mantiene engañados o, de plano, al oportunismo de los pobres, empeñados en recibir unas dádivas. La opción es terrible: o imbéciles o vendidos. ¿Ninguna posibilidad de atribuir a los campesinos, albañiles, vendedores ambulantes, jardineros, obreros y un largo etcétera, la capacidad de observar su realidad, su relación con el mundo y entender qué les conviene o qué les hace justicia? Por qué no habrían de preferir un gobierno que, con aciertos y desaciertos, ha conseguido aumentar su aportación en el ingreso nacional.
¿Si les atribuimos la habilidad para arreglar los motores del auto o la sabiduría para hacer brotar flores de nuestros jardines, por que asumir que son incapaces de votar por lo que les conviene? ¿Deriva autoritaria, despotismo? Otra vez es confundir forma y fondo de manera oportunista. Puedo entender que les moleste los modos y la personalidad de Andrés Manuel López Obrador. Se vale, nadie es monedita de oro, y menos alguien que ha venido a contradecir rompiendo muchas de las normas de etiqueta de la democracia de la simulación. Hay excesos verbales y usos instrumentales de la polí tica para beneficiar a su corriente política.
En su discurso inaugural prometió que sería un presidente de todos los mexicanos y terminó siéndolo para la base social que lo apoya y para las causas que permiten mantener su proyecto social en el poder. ¿Y no era eso lo que hacían los presidentes anteriores, solo que sin decirlo? Con una diferencia enorme: en esta ocasión en lugar de gobernar en beneficio prioritario de las élites y los sectores medios, que en conjunto representan un tercio de la sociedad, López Obrador ha intentado hacerlo, con aciertos y errores, de cara a las grandes mayorías que los gobiernos anteriores mantuvieron desatendidas. Las formas democráticas que defienden estos intelectuales son como el régimen de etiquetas de conducta de esas familias de alta sociedad puntillosas e impecables a la mesa, aunque por debajo de ella corran los más infames escándalos.
¿O deveras creen que Felipe Calderón no instigó a los ministros de la Corte para que mantuvieran a Florence Cassez en prisión? López Obrador ha tratado a jueces y a ministros a empellones verbales, pero ha acatado las decisiones de los tribunales, una y otra vez. Llaman despótico porque hace público lo que antes se hacía tras bambalinas. Eso en la forma, en el fondo el asunto es más trascendente.
El presidente entiende que tiene un mandato que cumplir: la mayoría de los mexicanos exigió un cambio en 2018, pero el voto solo cambió el poder del ejecutivo y una parte del legislativo: el poder judicial y el entramado institucional (que hoy defienden esos intelectuales) quedó incólume. No solo eso, opera como resistencia a buena parte de esos cambios.
Lo que perdieron políticamente lo sostienen jurídicamente. A esta confrontación en tribunales López Obrador opone los instrumentos a su alcance: la tri buna pública y los márgenes de acción que le da la ley y los pliegues de esa ley. Entiendo que la primera temporada de este cambio no ha sido fácil, intentar un cambio de sendero implica abrir camino en breña. Romper la inercia de gobiernos favorables a la élite solo pudo hacerlo un opositor bragado como López Obrador y gobernó con todo lo que ello implica, excesos incluidos. Habría que criticarlos, desde luego, pero no podemos hacerlo como coartada para justificar o pedir el regreso de lo que había antes.
El dilema en todo caso no está entre la democracia y el autoritarismo, sino en la posibilidad de seguir insistiendo en reparar la injusticia social que moralmente nos denigra a todos, espero que en la segunda oportunidad lo hagamos mejor, o sacrificar esta intención en aras de regresar a una versión de un supuesto paraíso que excluía a tantos.