Estoy sentado en una gran piedra bajo los árboles del río San Marcos. Es una tarde soleada y se ven lejanos los pasados días de lluvia. Es un acto común y no trascenderá a la historia.
Sin embargo cuento con lo que nos permite vivir, con el viento fresco y el bufete de oxígeno puro destilado en la diversidad ecológica del pequeño riachuelo. Entre el cielo y la tierra, mi yo oficia la voz de un habitante con distintas preguntas y respuestas. Sin piedad estoy sentado junto a la más bonita época de mi infancia.
De a poco recojo memoria del agua profunda, del sonido desquebrajando el trino de las aves enamoradas de su significado. Chapoteo con los pies descalzos, descamino las escamas de los días y los años solos avanzando en el suelo. Estoy feliz escuchando el concierto de Moncayo en una banda local de pájaros.
Este era polvo, luego mar profundo, bahía de renacuajos y pozas. Hace mil años existe el río y nunca ha sido el mismo, cambia de un día a otro, como todo. Creo que los ríos también tuvieron infancia y libre albedrío antes de quedar en medio de las ciudades y los bulevares.
Pensar que un día el río soñó en ser Nilo atravesando la selva entre la colonia Mainero y el centro, creer en la eternidad del Eufrates con las doce tribus que arribaron a este sitio paradisiaco donde hoy me instalo. Pensar que no cumple años, ni celebra navidades y si está entre nosotros, nosotros lo vamos a ver cuando llueve, a ver cuánta agua baja de la sierra, si es verdad y notorio que se llevó el antiguo puente de la colonia Moderna, desbordó los vados del 17 y de la Modelo.
Con mis lentes para ver de lejos, me instalo en los edificios que crecieron a un costado como árboles de concreto armado. Veo el fondo del panorama donde el río se adelgaza y hay huercos echándose un clavado riendo, huecos de silencio por donde el río se moverá al pasado y recordaremos el agua pasando, los remansos ligeros y románticos de una foto.
En la superficie de un inesperado lago, salen de alguna parte libélulas moradas para ajustar el escenario que el maestro necesita para pintar su lienzo. Todos cabemos en el alfeizar del momento, todos cupimos en la historia de este vaso de agua suelto, huyendo de nosotros.
Poca gente acude a ver el río en las temporadas de larga sequía. La gente de a pie, ese ejército invencible, hizo veredas bajo los grandes puentes que une dos partes. También la gente es río cuando pasa y no vuelve.
Vine porque el río suena, vine a ver el fuego mojado, el cristal de agua y el espejo quebrado en las arrugas de mi cara. Vine pues de nuevo el río es novedad en mi ciudad y, no sé ustedes, pero para estar bien esta tarde es suficiente.
Un viernes o un sábado, no sé si lo soñaron antes, llegaron unos hombres armados con herramientas y construyeron un puente y luego otros. Había tablones y gruesos maderos para hacer justo uno más por donde pasara el tren y pasaba.
Hubo ideas para amortiguar la temporada cuando el río está seco: canchas de fútbol, ferias de pueblo, pistas de carreras entre las piedras. Cuando llovió el río mostró su vocación llevándose las porterías y los tiros de esquina, los penaltis anotados por los muchachos de la colonia San Marcos.
Preparé esta frase desde la mañana. No podré evitar venir a ver el agua que pasa, aunque miraran a los ojos y lo prohibieran, he guardado un poco de lo vivido por los ojos, a la izquierda está mi casa, por ejemplo, no puedo evitar, en el precipicio del tiempo, quitarme la ropa, entrar al interior y ser parte de la paz, la armonía y el vértigo… de la inercia que me empuja río abajo.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA