Es ya inevitable una reflexión profunda sobre la ruta que sigue el país. No solo habrá que sortear enormes dificultades inmediatas y otras que surgirán con fuerza en los próximos meses y años; sino que habrá que enfrentarlas con una visión de largo plazo.
Está en juego es el modelo de país que queremos ser y con ello la definición de una estrategia que no sacrifique a lo inmediato la configuración de un rumbo de crecimiento con equidad.
La visión hacia adelante debe alimentarse por una revisión de los principales periodos de la historia económica y social del país.
No será sencillo, en parte porque hace décadas que no tenemos una estrategia que cumpla con el doble requisito de crecer con equidad. Para encontrarla en el pasado hay que volver la vista al siglo pasado.
A vuelo de pájaro trataré de enunciar los principales rasgos varios periodos de la historia socioeconómica de México. México superó la gran depresión de los años treinta del siglo pasado con la gran transformación instrumentada por el presidente Lázaro Cárdenas a partir de 1934.
Aceleró el reparto agrario, las grandes inversiones hidráulicas y creó instituciones de crédito, de apoyo técnico y de comercialización.
Recuperó para la nación la riqueza petrolera. Alentó con energía barata, apoyos diversos y protección arancelaria a la industria instrumentando una estrategia de substitución de importaciones.
Aprovechó los liderazgos naturales y con ellos promovió organizaciones sociales enraizadas en el campo, la industria y el medio urbano popular y que ascendían hasta la negociación con el gobierno
El tropezón final del modelo, asociado al intento de una modernización acelerada basada en la riqueza petrolera y el endeudamiento, no borra cuarenta años de crecimiento dinámico con estabilidad y mejoramiento social.
Los ochenta con la caída del precio del petróleo orquestada como parte de la guerra fría internacional y el pago de la deuda del que el petróleo era el colateral fueron un periodo de enorme destrucción de capacidades productivas rurales y urbanas.
El Estado se debilitó fuertemente. Entre 1988 y 1994 un fuerte cambio de rumbo, con la venta masiva de empresas estatales, la satanización del aparato productivo existente, la apertura comercial incluso previa a la firma del TLCAN y el intento de privatización de la propiedad rural social, creó otra ilusión, la de la entrada de México al primer mundo. Se generó una gran atracción de capitales con tres destinos principales: la compra de empresas existentes; inversiones substitutivas del aparato productivo convencional e inversiones especulativas atraídas por la revaluación del peso. La enorme atracción de capitales externo no se tradujo en incrementos relevantes de la producción.
Fue otro paso en falso a la modernidad que terminó en el desastre de la devaluación de diciembre de 1994. Tras la devaluación, de 1994 a 1996 la exportación de manufacturas a los Estados Unidos crece en un 80 por ciento y lo hace sin inversión externa o interna, sin crédito y con las cadenas productivas dislocadas.
La explicación no es el TLCAN sino la devaluación que, con un peso barato, convirtió en repentinamente competitivas a multitud de unidades de producción que echaron a andar capacidades de producción subutilizadas. Pero es un crecimiento sin bienestar.
No se aprovecha el despliegue de la productividad para fortalecer el mercado interno. No obstante, entre 1995 y 2000 la producción real per cápita crece a un notable ritmo de 3.7 por ciento anual. Este periodo de crecimiento se agota con la revaluación del peso que ocurre a pesar de la promesa del presidente Zedillo en su Plan Nacional de Desarrollo de que no permitiría la revaluación del peso.
Entre 1980 y 2022 predomina el empobrecimiento masivo de la población. El salario mínimo se reduce a cerca de una cuarta parte de su poder de compra real. Del 2000 al 2023 el incremento del producto per cápita es de alrededor del 0.3 por ciento menos de un décimo que en entre 1995 y 2000.
Es un periodo de altibajos; en 2008 la crisis financiera, originada en el endeudamiento hipotecario en los Estados Unidos, le pega fuertemente a la economía nacional. En 2020 la epidemia de Covid es otro duro golpe al bienestar de la población y a la economía.
La respuesta es una estrategia procíclica; se privilegia la austeridad y las finanzas públicas sanas en vez del apoyo a la población y a la recuperación económica.
En sentido inverso, a partir de 2018 se abandona la estrategia de contención salarial y entre mayo de 2019 y mayo de 2024 el salario mínimo crece en un 86.6 por ciento real, de acuerdo a datos oficiales. En paralelo crece el gasto en protección social en un 35.26 por ciento real de 2019 al fin de 2023.
Estos dos rubros se suman al notable incremento de las remesas enviadas a sus familiares por los trabajadores mexicanos en Estados Unidos.
Sin embargo, estos incrementos del ingreso mayoritario se orientan más a demandar importaciones que al consumo interno. Una orientación que se favorece con la eliminación de aranceles y la revaluación del peso; es decir el abaratamiento de las importaciones.
Para atraer capitales externos y abaratar el dólar se sigue una estrategia de altas tasas de interés que ahoga la inversión interna. La actual administración federal deja una herencia muy problemática a la siguiente administración.
El incremento del gasto social se consiguió básicamente a costa de “secar” al aparato público. Se redujo personal a diestra y siniestra en la mayoría de los organismos públicos; se hizo uso de los ahorros disponibles.
La estrategia de austeridad, incluso alabada como pobreza franciscana, ha amputado partes del aparato público y ha deteriorado de manera generalizada su operación.
El gasto público en inversión se concentró excesivamente en unos cuantos grandes proyectos poco relacionados con el bienestar de la mayoría. La inversión en infraestructura de comunicaciones se redujo notablemente y no se atendió a las necesidades de infraestructura hidráulica; el rezago educativo subió y 30 millones perdieron el acceso a los servicios de salud.
El resultado es un bienestar social sin crecimiento que socaba las bases productivas del bienestar futuro. Se tendrá que enfrentar dos importantes retrocesos: el deterioro del Estado y la pérdida de competitividad del aparato productivo tanto el convencional como el globalizado.
A cambio se ha generado una tercera ilusión de salto a la modernidad, en este caso basada en el nearshoring. La siguiente administración no tendrá los recursos suficientes para parchar todos los puntos de deterioro.
Lo que se requiere es crear un motor de dinamismo económico interno basado en el fortalecimiento económico del Estado y en la reorientación de la demanda hacia la producción interna. Una administración del mercado que habría sido inaudito plantear hace pocos años. Ni el libre comercio, ni la inversión externa, nos sacará del apuro. Todo cambio es traumático, pero más vale dirigirlo con metas y estrategias apropiadas en vez de dejarnos llevar por un futuro e inevitable vendaval.