No envejecemos. Llegamos hasta aquí juntos a esta hora del día. Ni modo que no. Podemos vernos igual los unos a los otros. Venimos del mar, de la calle, de la noche larga, mas hoy estamos juntos. No se hagan.
El tiempo es el mismo de todos, está aquí y es un lindo día soleado en la ciudad. Los objetos circulan frente a nosotros, se apoderan del instante que pasa y no vuelve. No hay tiempo en los ojos, ni en la piel que no sea hoy.
No envejecemos ni repetimos el tiempo, ni estamos en el reparto de una obra de teatro. Somos los únicos además de otros y bailamos en el centro del salón de clases donde somos alumnos y maestros.
Cuenta la existencia, el nombre de cada uno, el sueño inventado, la luz filtrada al nervio óptico con la gama de colores preciosos. Nadie fue más allá del aire, nunca es siempre en la mente de otros, y sin embargo hemos llegado juntos a este cuarto y nos espiamos los zapatos y los movimientos más feroces de las manos, los movimientos que pasan sobre un cuerpo, sobre un acelerador de la motocicleta más lejana.
No envejecemos, aquí estamos luego de ir por una pieza de pan blanco. De hacer un arroz para la cama de un par de huevos estrellados. Nadie está fuera del mundo, este es el momento perfecto para una palabra dicha y otra envuelta en llanto, esta es la sonrisa llana suelta en el patio de la casa. Estas son tortillas envueltas en papel aluminio.
Los objetos nos dicen las mismas cosas. Permíteme decirte, mundo, las palabras una y otra vez con las que sonríes. Permíteme sonreír como la primera vez cada vez que mis pies se remojen en agua. Soy la lectura de los libros necesarios, el velero todavía sin control del viento, la invitación al vuelo de una gaviota en el puerto.
Nadie toca la pluma que vuela como un pájaro y escribe por la noche. En el centro de un poema está el humano ser, el humor y el carácter, la suave resistencia al aire, al aguacero y las utopías.
Nadie envejece pues va a sorprendernos en este minuto que se ofrece al público y a la lucidez de la memoria. Tendríamos que conseguir más noches para soñar, para acurrucarse en un ramillete de rosas. Y no tener que mirar a otra parte.
No hemos hecho algo por última vez , y todos lo haremos juntos o por separado como calzar unos guantes de box, abrochar las cintas de los zapatos, colgar una toalla en el tendedero del patio. Seguimos siendo primera vez del día, primera vez que el sol nos mira, primer beso, primera sonrisa de la mañana.
La vida nos puso de pie y nadie se mueve realmente, qué tan lejos podríamos ir, a dónde acudir más allá del cuerpo, en qué horario sin clases, sin la tendencia y la tentación de trepar gradualmente.
Nadie envejece en el tren, nadie se va con las viejas ideas descarriladas en las esquinas. Bajo los postes donde se elijen las calles volvemos con los mismos tenis a correr cinco kilómetros diarios.
Llegamos a este segundo y contando, sin reflexionar en la respiración, en el peinado de un lado, en la llama que aviva la siguiente palabra. Todos tenemos este año, si lo preguntan es el 2024 y es cuanto. Vivir es la verdad y lo único, y se escucha todo, se sabe lo necesario para preparar el engrudo, pegar una cita en el dibujo mal hecho del niño que llevamos dentro.
Aún, mientras la casa arde, nos descubrimos en el espejo de un plato vacío y limpio. En los juegos secretos tocemos para distraer a la bestia interna, la luz entra por la ventana en una piedra que cae como siempre, arrastra los muebles de un lado a otro y esquivamos la hora exacta. Nadie envejece antes del almuerzo.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA