Puedo mirar el cielo, caminar por ahí sin rumbo fijo, hacer un nuevo camino con las pisadas, hacer una brecha a otros mundos. Conozco la ciudad como la palma de la mano y a la ciudadanía la he visto en otras partes, en la plaza de armas y desarmado, en los callejones que cruzan de sur a norte y en las calles atestadas de banda.
Soy un lugareño que recuerda su escuela Adalberto J Argüelles, que de estar a la orilla quedó en el centro. Por tanto conozco a los que llegaron de pueblos de los alrededores: del viejo Padilla, de Guemez, del Barretal, Casas, Jaumave, Palmillas, Llera, Ocampo, San Fernando, Tula, Bustamante y Miquihuana. Se instalaron formando colonias hasta llegar a la sierra donde crearon más escuelas.
Como muchos mis padres llegaron de otra parte, aquí hay gente de más lejos, ellos eran de San Luis, pero los hay de Veracruz, Guanajuato, Ciudad de México y Michoacán, como en todas las ciudades de la República. Cada quien puso algo de su parte.
Muchos nativos de la ciudad crearon fraccionamientos e hicieron crecer el centro de la ciudad. Hoy en día, a través de las grandes cadenas de tiendas el comercio se extiende hasta la periferia, distendiendo la geografía del desarrollo paulatino de ciudad Victoria.
Se extraña aquel tren de pasajeros. Los tacos de canasta y al vapor esperan a los pasajeros que se fueron. Si vuelven traerá grandes conquistas, gente famosa, anónimos obreros del tiempo. Mientras, el tren de carga pasa por la tarraza, se mese en una hamaca y se esconde en los rincones de las casas. Cada que silva nos recuerda a una persona.
Estoy en Victoria, he visto en primera fila su existencia, actriz, estrella, desde luego sol, melancolía, un poco de todo, como el mar, como el día de una medianoche. Aquí se inventó el fuego y la risa, la ruta lejana a la ciudad de México, estoy atrás de una sorpresa, en una fila quieta buscando café adentro de un Oxxo.
Al oído escucho la novela urbana, el sonido disparejo de las construcciónes, la luz, el esfuerzo de los chavos. Aludo al himno en los honores de la escuela y al escudo que es el tiempo, mientras voy de caballero a salvarme de la noche, de la gruta eterna de la escritura. A medida noche la continuidad oscurece y muchos principios ya no lo son tanto. He tratado de no pensar pero lo pienso.
Aquí he visto el caleidoscopio de mariposas cruzar a su santuario. Antes- siendo pocos niños- las mariposas pasaban por las calles y cualquiera de nosotros podía atraparlas, hoy vuelan muy alto para ponerse a salvo cada cada año y lo logran. Qué bueno.
Cuando camino solitario por la calle 17, ahora bajo la lluvia lo puedo saber, respiro y respondo a cada uno de los latidos, tengo una aplicación que me comunica constantemente conmigo. Y no obstante dibujo al viejo que permanece en el aire como un helicóptero planeando el aterrizaje.
Soy amigo de una hormiga colorada y de una piedra. Escribo mi obra con un zapapico, una pala, un sombrero y el ala de un pájaro. El alma es viajera. Como si nada. Con las primeras lluvias la tierra habla, aunque el agua madura no se agüita y tiene sentido si uno de nosotros baila en una fiesta.
Estas en mi ciudad, lo que parece estar en reposo en realidad está en movimiento y vibrando muy alto. Más alto que los aviones, por encima de todo.
Esta es la ciudad de los mangos criollos, de las nueces macizas, de los aguacates delgados, de los limones y las naranjas al alzar la mano.
Nacido el día, al borde de un ladrillo, con la claridad afilada, entre la espiga de bruma veo surgir de las piedras del río San Marcos el bulevar Praxedis Balboa. Hace un poco de aire frío que se cuela hasta la mesa donde ahora escribo.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA