Hubo un tiempo en que la tierra no tenía orden. Los hombres vagaban sin más regla que su propia fuerza, sin más derecho que el que podían tomar con sus manos. Cada uno era su propio soberano y, en esa anarquía, solo imperaba el miedo. No había seguridad, no había propiedad, no había confianza. Cualquier pacto era una débil promesa que el hambre, la ira o la codicia rompían sin remordimiento.
En ese caos, el más astuto comprendió que la única forma de preservar la vida era ceder una parte de su libertad. Solo sometiendo su voluntad a una autoridad mayor podría asegurarse de que su vecino no le cortara el cuello en la noche ni le arrebatara el fruto de su trabajo. Uno a uno, los hombres hicieron lo mismo. No por amor al prójimo, sino porque era la única manera de sobrevivir. Así nació el pacto: un acuerdo en el que todos renunciaban a su derecho a la violencia, entregándoselo a un solo poder absoluto que velaría por la paz.
Este nuevo poder no era un hombre, sino una criatura mucho más grande: una voluntad compuesta de miles de voluntades, un cuerpo hecho de miles de cuerpos. No era un rey ni un consejo, sino una entidad que se elevaba por encima de todos, con la fuerza suficiente para hacer cumplir su palabra. Sus leyes eran la barrera que mantenía a raya el caos; su espada, el único freno para los impulsos salvajes que yacían en el corazón humano.
Y así, con miedo pero con esperanza, los hombres aceptaron su yugo. Descubrieron que, aunque perdieron la libertad de hacer lo que quisieran, ganaron algo mucho más valioso: la certeza de que podrían despertar al día siguiente sin temer la daga de un extraño.
Sin embargo, no todos estaban conformes. Algunos susurraban que este pacto era una prisión, que el poder del soberano era excesivo, que su fuerza se había vuelto una amenaza en lugar de una protección. Y así, con la misma facilidad con que se construyó, el pacto se desmoronó. Los hombres, cegados por el deseo de recuperar lo que nunca supieron usar, desafiaron la autoridad y regresaron a la guerra de todos contra todos.
Pero la historia siempre se repite. Con el tiempo, en medio del sufrimiento, comprendieron nuevamente que la única alternativa a la servidumbre no era la libertad, sino la muerte. Y así, con el último aliento de los caídos y la resignación de los sobrevivientes, el pacto fue restaurado. El leviatán, aunque herido, se alzó una vez más, porque la necesidad de orden es más fuerte que cualquier deseo de libertad sin límites.
POR MARIO FLORES PEDRAZA