25 marzo, 2025

25 marzo, 2025

El Último Refugio

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Don Esteban tenía ochenta y dos años cuando su hijo lo llevó a la residencia para personas mayores. «Es por tu bien, papá», le dijo con voz dulce pero firme. Le explicaron que en casa estaría solo, que si algo le pasaba nadie lo sabría a tiempo.

Le aseguraron que aquí tendría compañía, cuidados y actividades. Él no protestó, no había enojo o rencor en su corazón, pero al mirar por la ventanilla del auto sintió que algo en su vida se cerraba para siempre.

La residencia era un lugar agradable, con jardines bien cuidados y salones amplios donde los residentes jugaban ajedrez o tejían en silencio. Pero para él, la soledad se filtraba por las grietas de las paredes.

No era la ausencia de personas, sino la ausencia de aquellos que fueron su mundo: su esposa, que partió hacía diez años, y su hijo, ahora ocupado en su vida.

Los primeros meses transcurrieron en una rutina monótona. Se levantaba temprano, desayunaba en la gran mesa común y pasaba el día mirando el jardín desde su ventana. A veces hojeaba libros, pero las palabras se le escapaban como agua entre los dedos. Se preguntaba si su vida aún tenía algún propósito.

Un día, durante una de sus caminatas matutinas por el patio, encontró a un grupo de residentes en una sala apartada, rodeando un viejo piano de cola. Un hombre encorvado tocaba una melodía sencilla y dulce. Algo dentro de Esteban se encendió.

Recordó que, de joven, la música fue su gran pasión. De niño, su madre le enseñó las primeras notas en un piano de madera oscura que aún recordaba con cariño. Pero la vida lo llevó por otros caminos: el trabajo, la familia, las responsabilidades. La música quedó en el olvido, relegada a una parte de su memoria que nunca creyó recuperar.

Con timidez, se acercó al grupo y observó en silencio. Al día siguiente, se sentó frente al piano. Sus dedos temblaban, la memoria le fallaba, pero poco a poco las notas volvieron a él.

Al cabo de unas semanas, podía tocar pequeñas piezas. Con el tiempo, se convirtió en el pianista de la residencia, alegrando las tardes de los demás con su música. Sus compañeros esperaban con ansias cada sesión, algunos cantaban, otros simplemente cerraban los ojos y sonreían.

Un sábado, su hijo menor, Daniel, fue a visitarlo. Al entrar, lo encontró tocando para un grupo de residentes.

Se quedó en la puerta, observando a su padre con una mezcla de sorpresa y admiración. No recordaba haberlo visto tocar nunca. Para él, su padre siempre había sido un hombre trabajador, serio, pragmático. Pero ahí estaba, con los ojos brillantes, su rostro iluminado por una alegría serena.

Después de la sesión, Daniel se acercó.
—Papá… no sabía que tocabas el piano.
Esteban sonrió, sin dejar de deslizar los dedos sobre las teclas.
—Yo tampoco lo recordaba —respondió—. Pero lo llevé dentro toda mi vida.
Antes de que Daniel pudiera responder, uno de los residentes se acercó con una sonrisa
amable.
—Tu padre no solo toca el piano, hijo —dijo—, ha compuesto su propia canción. Se llama Mi Último Refugio.

Daniel miró a su padre con asombro. Esteban, con un brillo nostálgico en los ojos, asintió y, con voz serena, recitó un fragmento:
«No sé por qué llegué a este lugar, pero ya sé por qué estoy aquí, la música un propósito me dio,
y con mis amigos esto celebré».

Los ojos de Daniel se humedecieron. Su padre no solo había encontrado una razón para seguir adelante, sino que había creado algo que trascendía más allá de él.

—¿Me enseñas? —preguntó Daniel, casi con timidez.
Los ojos de Esteban brillaron con emoción.

A partir de ese día, las visitas fueron muy frecuentes y se convirtieron para Daniel en una lección de piano. Entre risas y equivocaciones, padre e hijo encontraron un nuevo punto de unión. Daniel se dio cuenta de que había pasado años viendo a su padre como una responsabilidad y no como un hombre con sueños, con historias que aún quería contar. Y Esteban comprendió que nunca era tarde para redescubrir una pasión.

Un día de primavera, mientras Esteban tocaba, sintió un leve dolor en el pecho. Se detuvo un momento, respiró hondo y continuó. Aquella tarde, la música fluyó con una belleza especial, como si quisiera dejar una última huella en el aire. Cuando terminó, sus manos descansaron sobre el teclado y cerró los ojos. Sonrió reflejando una paz infinita.

Cuando Daniel llegó más tarde ese día, encontró a su padre sentado al piano, con una expresión tranquila. Su alma había partido en la música, en lo que amaba, en lo que lo hizo trascender.

La noticia conmovió a la residencia. En honor a Esteban, Daniel decidió continuar con las clases de piano para los residentes. Así, la música que su padre revivió no se apagó, sino que siguió resonando en aquel lugar, recordando a todos que la vida, sin importar la edad, siempre tiene un propósito y hay que vivirlo con pasión.

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